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Una crisis de ética pública

El país está atravesando por una crisis de ética pública. No tengo una expresión mejor para nombrar este momento, aunque titubeo al escribirla, pues comprendo que la idea de la ética remite a la moralidad y ésta, en una concepción estrecha, puede desembocar en salidas aun peores que las causas
que la generaron: la intolerancia, la “limpieza social”, la segmentación, los “comités de salud pública”, los adalides de la moralidad, los liderazgos vengativos, entre un largo y devastador etcétera. No obstante, las razones originales de esta crisis son de talante ético: corrupción, impunidad y prepotencia.

Todos sabemos que esta crisis no tendrá una salida fácil. Pero también sabemos que las respuestas habituales de los poderosos pueden agravarla. En ese repertorio está el silencio calculado para dejar que el tiempo ablande a la indignación, o los boletines de prensa escritos para construir versiones manejables de los hechos, o la búsqueda de terceros implicados para huir de la responsabilidad, o las negociaciones y las amenazas selectivas para mitigar los ánimos o, en el extremo, el uso de los aparatos de seguridad para “restaurar el orden y la legalidad” mediante la violencia.

Frente a los problemas de confianza y legitimidad que está afrontando México, ninguna de esas estrategias serviría para volver atrás. De hecho, ya nada podrá hacerlo, porque las salidas tendrán que ser inéditas. El gobierno ya no podrá echar mano de su vieja caja de herramientas porque el problema de origen está, precisamente, en el contenido de esa caja. Está en el uso del  dinero público para mantener los espacios de poder vigentes, está en la prepotencia destinada a controlar la opinión pública, está en el abuso de las redes de complicidad para aparentar que todo se hace bien, está en la ligereza con la que se ha empleado a la fuerza pública. ¿Cómo podría suponerse que la exacerbación de esos mismos instrumentos podría servir para salir al paso de estas circunstancias críticas?

Las soluciones deben buscarse en otra parte. El Presidente no podrá restaurar la confianza pública sobre su honestidad con respuestas legalistas, ni comunicados fabricados. Tampoco podría mirar hacia otro lado, mientras la gente sale a la calle para expresar su hartazgo por la corrupción y la impunidad que han devastado los cimientos de las administraciones públicas ni mucho menos, eludir la responsabilidad que pesa sobre sus hombros como jefe del Estado mexicano, buscando culpables entre los gobernadores, los alcaldes, los partidos. Es verdad que las culpas pueden repartirse como dulces entre niños. Pero las dudas sobre el crecimiento de su patrimonio personal no podrían haber llegado en peor momento, ni pueden responderse como si no pasara nada.

Lo que está haciendo falta a gritos —literalmente— es la altura ética de nuestros gobernantes. ¿Entenderán acaso lo que eso significa? Significa la necesidad de explicar hasta el detalle el origen de cada peso acumulado en sus fortunas personales; significa renunciar de motu proprio a las influencias injustificadas, que todo el mundo reconoce como tales —como el dinero repartido por los diputados—; significa reconstruir el diálogo y la gobernanza a través de todos los grupos que queremos una convivencia digna y sana; significa honrar lo que dicen en campaña: ponerse al servicio de los intereses del pueblo al que representan, en el sentido más amplio de esta frase. Son los hechos cotidianos y los símbolos éticos que emiten con sus decisiones, las que pueden restaurar la legitimidad perdida en estos días. No sólo las reformas, ni los programas escritos como sea, ni los discursos repetidos hasta la saciedad. Lo que la gente está esperando es algo completamente diferente a lo habitual y más vale que lo hagan pronto, rompiendo sus rutinas y sus guiones confortables, antes de que esta crisis de ética se convierta en un incendio.

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