Roberto-Rodriguez

De las grandes esperanzas a los problemas sin respuesta

Roberto Rodríguez Gómez

UNAM. Instituto de Investigaciones Sociales

 

¿Recuerdan el clima de entusiasmo que se vivió al abrir el nuevo milenio? Medianoche del 31 de diciembre de 1999, se descorchan botellas, suenan campanas y comienza una nueva era, en que la promoción de la educación superior, la ciencia y la cultura nos traerían la anhelada paz social, la gobernabilidad democrática, el crecimiento económico y el bienestar. ¿Se ha cumplido la promesa? Este ensayo se propone delinear los trazos básicos de la matriz de cambio universitario planteada en las postrimerías del siglo XX y al inicio del actual y contrastarla con las preocupaciones del presente en torno a la sustentabilidad de las transformaciones incorporadas.

La revolución de las expectativas

Hace 22 años, en la proximidad del cambio secular, se celebró la Conferencia Mundial sobre la Educación Superior convocada por Unesco (París, 5 a 9 de octubre de 1998). El evento fue preparado con esmero y precedido por la publicación, en 1995, del texto de orientación “Documento de política para el cambio y desarrollo en la educación superior.” En éste, el organismo anticipaba los que serían los ejes fundamentales de debate y propuesta en los foros preparatorios y en la construcción del documento conclusivo: “las opciones que han de examinar las autoridades responsables y las decisiones que han de tomar en los planos internacional, regional, nacional e institucional deben orientarse por tres nociones clave (…) pertinencia, calidad e internacionalización.”

Esos temas fueron tratados en cinco conferencias: La Habana (1996), Dakar (1997), Tokio (1997), Palermo (1997) y Beirut (1998). A ellas cabe añadir la conferencia especial de la región norteamericana (Toronto, 1998) en que, sin formar parte del esquema regional de Unesco, se abrió espacio para la discusión de un tema fundamental relativo a la internacionalización: las posibilidades de reconocimiento y acreditación de programas de educación superior en el marco de tratados de libre comercio.

Los diagnósticos y propuestas vertidos en las reuniones regionales se presentaron en la conferencia de París, lo que derivó en un conjunto de documentos para articular la agenda global. Destaca, por su importancia, el titulado “Declaración mundial sobre la educación superior en el siglo XXI: visión y acción” (Unesco, 1998). Bajo la forma de una norma suave -indicativa y programática, pero no vinculatoria-, la declaración perfila los temas de mayor significación en la renovación de las políticas nacionales de educación superior, así como en el debate académico del tema. Están ahí objetivos tales como articular productivamente las funciones de formación, investigación y extensión universitaria; propiciar una mejor aproximación entre los sistemas de educación superior, las necesidades sociales y las condiciones del sector laboral de las profesiones; impulsar la autonomía como la fórmula más adecuada para la gestión de las instituciones de ese nivel de estudios; favorecer la inclusión social y la interculturalidad; atender prioritariamente a las poblaciones en desventaja a través de ampliación del acceso y la diversificación de la oferta; fortalecer la participación y al acceso de las mujeres; reforzar la pertinencia social de los programas educativos; promover la innovación curricular y reforzar la evaluación de la calidad académica, entre otros.

En el mismo espacio temporal habrían de coincidir otros procesos, igualmente relacionados con la definición de reformas de educación superior. Por un lado, reportes nacionales que examinaban alternativas para abordar el futuro con un proyecto educativo renovado. Por otro, planteamientos de la banca multilateral al respecto.

De los reportes representativos de la época pueden ser considerados el documento del National Committee of Inquiry into Higher Education del Reino Unido, titulado “Higher Education in the Learning Society”, conocido como reporte Dearing (1997); el texto “Pour un Modèle Européen d´Enseignement Supérieur”, popularizado como reporte Attali, con propuestas para la reforma universitaria francesa (1998); así como el informe “The Boyer Commission on Educating Undergraduates in the Research University. Reinventing Undergraduate Education: A Blueprint for America’s Research Universities”, patrocinado por la Fundación Carnegie e identificado como informe Boyer, que contiene propuestas para la formación de pregrado en las universidades estadounidenses mediante el aprovechamiento de los programas de posgrado y las infraestructuras de investigación. En nuestro contexto, el documento de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior titulado “La educación superior en el siglo XXI. Líneas estratégicas de desarrollo” (1999), que marcó ruta a las políticas de educación superior de la primera década del nuevo siglo.

Varias agencias de la banca multilateral participaron en la dinámica de diagnóstico y recomendaciones. En 1994 el Banco Mundial publicó “Higher Education. The Lessons of Experience” que contiene el pronunciamiento del organismo sobre los temas críticos de educación superior en países en desarrollo. El organismo recomendaba incrementar la diferenciación institucional, fortalecer la base financiera alentando la inversión privada y mejorar la calidad de la enseñanza y la investigación mediante procesos de evaluación y mejora continua.

Tras la conferencia mundial de París, Unesco y Banco Mundial convocaron a un grupo internacional de especialistas, entre ellos José Joaquín Brunner, para la confección de una plataforma convergente. El resultado fue “Higher Education in Developing Countries: Peril and Promise” (2000), en que los autores intentaron armonizar el mensaje de inclusión social con equidad y pertinencia subrayado por Unesco con el énfasis en sostenibilidad financiera preconizado por Banco Mundial. Según Bloom, Altbach y Rosovsky (2016) “Peril and Promise” consiguió relegitimizar la educación superior como parte del diálogo del desarrollo y articular recomendaciones clave al momento en que los sistemas nacionales de educación superior estaban dispuestos a la transformación.

En la trama de los procesos de cambio universitario desatada en el cruce de siglos jugó un papel fundamental el diseño y desarrollo del llamado “Proceso de Bolonia”, que dio lugar al Espacio Europeo de la Educación Superior. En 1999, con apoyo del Consejo de Rectores de Europa, se celebró en esa ciudad la primera reunión de la Comisión Europea para impulsar el proyecto. A lo largo de dos décadas de trabajo y acuerdos el programa encontró cauces que derivaron en la promoción de importantes iniciativas. En sus inicios la iniciativa definió seis objetivos: adoptar un sistema transparente de grados comparables; seguir un sistema homologado basado en dos ciclo principales (grado y posgrado); desarrollar el sistema europeo de transferencia y acumulación de créditos; promover la movilidad académica; impulsar la cooperación europea para el aseguramiento de la calidad académica, y fomentar la dimensión europea en el currículum universitario. En el curso del proceso, a esa lista de propósitos se añadieron otros complementarios: promover la educación continua; incentivar la participación de organizaciones estudiantiles y docentes, e impulsar internacionalmente el atractivo del área europea de educación superior. En años recientes se agregaron finalidades relativas a la responsabilidad social universitaria y su contribución a la agenda global de sostenibilidad económica y ambiental.

Dejando de lado el balance de logros y obstáculos del Proceso de Bolonia, es indiscutible que su irrupción y despliegue fue uno de los elementos más significativos de un momento en que parecía necesario, deseable, posible, y productivo abordar la transformación de la educación superior para transitar a un nuevo horizonte: la sociedad del conocimiento.

Límites y efectos perversos

Con una nueva caja de herramientas, los sistemas de educación superior, así como las universidades, centros de investigación y entidades de formación tecnológica emprendieron dinámicas de cambio. Las políticas públicas comenzaron a impulsar, en todas las regiones, procesos de crecimiento de la matrícula; desconcentración y diversificación de la oferta; creación de nuevas modalidades; planeación estratégica; implementación fórmulas de evaluación, certificación, acreditación y rendición de cuentas; impulso a la gobernanza con participación de sectores interesados; financiamiento diversificado y competitivo; reformas curriculares y promoción de nuevas carreras; fomento a la investigación; modelos de educación superior a distancia; programas de internacionalización e intercambio; incentivos a la vinculación con el sector productivo; convergencia horizontal de políticas e instrumentos; e impulso a la inversión privada en el sector, entre otros procesos.

En el curso de las primeras dos décadas del siglo el crecimiento del sistema fue impresionante. Mientras que en 1999 la población escolar de nivel superior ascendía a 90 millones de personas, al finalizar la segunda década se superó la cifra de 200 millones: un incremento de cuatro puntos porcentuales al año en promedio. En algunas regiones, como Asia oriental y países del sudeste asiático, el ritmo de crecimiento ha sido superior a la cuota mundial, como también ha sido el de las naciones latinoamericanas en la segunda mitad del periodo. Incluso en las naciones económicamente más desarrolladas el fenómeno de crecimiento ha tenido lugar, lo que, combinado con una transición demográfica avanzada, generó tasas de cobertura al nivel de 70% o más. Recientemente la cobertura bruta de educación superior de América Latina rompió la barrera de 50%, proporción que Martin Trow (1974) definiera como fase de universalización del servicio.

El alcance de estos niveles de cobertura ha generado una condición en cierto modo paradójica. Nunca en la historia los países han contado con tal volumen de recursos humanos de alta especialidad pero, a la vez, con las mayores dificultades de inserción en el mundo del trabajo. Principalmente por dos razones: la primera es que, salvo excepciones, el crecimiento de la población escolar ha seguido una dinámica más acelerada que la correspondiente al crecimiento económico general y a la generación de nuevos empleos. La evidencia confirma que los egresados, incluso los de programas de posgrado, encuentran dificultades para emprender una trayectoria ocupacional satisfactoria. El desempleo ilustrado irrumpe, de ese modo, como consecuencia y límite de la pauta expansiva. En países como Estados Unidos y varios europeos la pauta de crecimiento de matrícula observa una fase de planicie con tendencia a la disminución, lo que bien podría calificarse como recesión universitaria. La segunda razón es que el mayor volumen de egresados irrumpe en sentido contrario a las tendencias de automatización y robotización de la producción, el comercio y los servicios, así como en dirección inversa al papel de los gobiernos en la generación de bienes públicos a causa del déficit fiscal crónico.

A ello se suma que la inclusión de titulados en la demanda general de puestos de trabajo tiende a presionar negativamente las posibilidades de acceso a quienes cuentan con otras formas o niveles de preparación, lo que produce un efecto de desplazamiento contradictorio con el supuesto en que la formación técnica y la profesional tendrían canales diferenciados y ambos satisfactorios. No está ocurriendo de ese modo o cuando menos no en todos las ramas y sectores. Por ello, el tema de la “empleabilidad” ocupa hoy un lugar prominente en el debate pero no encuentra soluciones en la escala requerida, poniendo en entredicho el rol de la educación superior como vehículo de movilidad y deteriorando con ello uno de los incentivos que propicia la participación de los jóvenes en el sistema. 

Aunque en términos comparativos los egresados universitarios prevalecen con las mejores condiciones de empleo formal, también se confirma una menor correspondencia entre los niveles de preparación y los correspondientes a las ocupacionales disponibles. Esta condición, como también las nuevas condiciones de competencia por la escasez de nuevos puestos de trabajo y salarios remunerativos tienden a generar, como está ocurriendo, formas de segmentación de la oferta basadas en indicadores sobre la calidad y reputación de las instituciones, así como una presión hacia formaciones de posgrado contempladas como alternativas ocupacionales, no necesariamente como opciones de vocación.

Similar es el caso de las expectativas en torno a la construcción de sociedades del conocimiento o la operación de una “tripe hélice” que, mediante la coordinación de instituciones de investigación y desarrollo tecnológico, industrias y gobierno tuviera la capacidad de movilizar, en forma armónica y productiva, condiciones de progreso, desarrollo y bienestar. Son verdaderas excepciones los casos en que la inversión en educación superior, ciencia y tecnología ha derivado, por sí misma, en la mejora de niveles de desarrollo de alcance nacional. En lugar de sociedades de conocimiento se han conseguido, en todo caso, enclaves de innovación en que opera una aplicación intensiva de conocimientos a través del vínculo entre el mundo académico y el empresarial. La triple hélice, a pesar del atractivo de su formulación, enfrenta presiones contradictorias: mientras que para el sector académico la publicación y difusión de resultados es un principio básico, para la empresa lo es el secreto industrial y la patente exclusiva. Son lógicas contrarias, que a menudo se reflejan en la decisión de las industrias de ocupar científicos y tecnólogos en sus propias firmas en vez de participar en convenios de vinculación con reglas convenidas.

Por su parte, la insistencia en evaluar, certificar y acreditar procesos y resultados del desempeño de las funciones académicas ha dado lugar a prácticas en que la pauta del “publish or perish” tiende a ocupar el sitio reservado a la pertinencia y relevancia de la producción, aplicación y difusión de conocimientos. Tal y como lo anticipó el economista William Baumol a finales de los años sesenta, las universidades de mayor prestigio y capacidad enfrentan la “enfermedad de los costos”, porque su competitividad depende de una inversión abundante y creciente en recursos de infraestructura, equipos y salarios cuyo costo debe ser asumido ya sea por los consumidores (estudiantes y sus familias) o por los impuestos. La burbuja de la deuda estudiantil amenaza la estabilidad de sistemas universitarios altamente privatizados como los de Estados Unidos, Inglaterra, Australia y Chile. Del mismo modo, la escasez de recursos públicos destinados al sector, ante otras prioridades de gasto social, convierte en problemática la sustentabilidad económica y financiera de los sistemas parcial o totalmente subsidiados por el Estado. Esta es una encrucijada que salió a relucir tras las crisis financieras globales de 2007 y 2008 y que seguramente se intensificará en el escenario posterior a la pandemia del 2020.

Corolario

En el curso de solo veinte años hemos transitado del optimismo de las soluciones y las grandes imágenes promisorias al reto de problemas que no encuentran alternativas de solución simple y directa porque dependen de transformaciones que involucran al orden económico, político y social vigente en su conjunto. ¿Será posible encontrar respuestas viables y satisfactorias? De la respuesta a esta interrogante depende la orientación, el ritmo y el rumbo al que se encamine la universidad del futuro.

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