De Tlatelolco a Ayotzinapa

Hallier Morales*

La memoria nos permite entendernos como depositarios de un patrimonio social del cual nos aleja la nostalgia, custodia de un pasado lejano y ajeno. Pilar Claveiro refiere, “la memoria permite conocer, denunciar y atender los abusos del mundo actual, para evitar su olvido y naturalización”,[1] así, la memoria se transforma en herramienta  y antídoto imprescindible contra la violencia que genera el olvido.

Enfrentar la violencia y el olvido es una tarea primera de la memoria, cuando ésta no es de una clase pasiva y condescendiente. El Estado Mexicano se ha caracterizado por ejercer un poder cuasi hegemónico, con presencia en el espectro político, económico, social. La memoria no ha sido la excepción. La historia vista como la lectura del pasado, puede interpretarse desde una retórica oficial pero sólo será la exposición de lo que Gramsci sostiene como las larvas de la historia, muestra no de lo real sino de una pugna permanente de quienes pretenden la hegemonía. Ante ello, Walter Benjamin nos recuerda, la importancia de la memoria es apoderarse de un recuerdo que “relumbra en un instante de peligro [entendiendo que] tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence”.[2]

Cuatro años se cumplen de aquella fatídica noche donde estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, Guerrero, fueron atacados y vilipendiados por diversos actores: policías municipales, militares, narcotraficantes. Tres jóvenes fueron asesinados: Daniel Solís Gallardo, Julio César Ramírez Nava y Julio César Mondragón, 6 heridos de gravedad y 43 desaparecidos. El telón de fondo: el silencio, la calumnia, el miedo, la leyenda negra. El caso abrió la cartografía de la violencia que se ha utilizado como patrón en contra de las Normales Rurales antes y después de 2014.

La tragedia no es un problema periférico, aislado, colateral o minúsculo, como la versión gubernamental se ha empeñado en defender, sino por el contrario, es una coyuntura sistemática. El reverso de la tragedia está en la utopía quijotesca que anhela instaurar el porvenir dentro del presente por lo caótico que resulta la realidad que vivimos, rehusarse a declinar a ese porvenir mejor, diferente, ha significado la persecución, calumnia y violencia en contra de sus constructores, señalados cual disruptores o filósofos de la destrucción.

Ante el derecho de autoridad que censura el disenso por canales poco convencionales cuando no ilegales como la tortura, el asesinato, la intimidación, el miedo o la persecución, la academia, los defensores de derechos humanos, las organizaciones no gubernamentales y personas con posiciones a favor de la libertad, la dignidad, la diversidad y la democracia, cumplen un papel indispensable: incluyen la voz de “los sujetos del sufrimiento, de la resistencia y de la acción”.[3]

Ante la “verdad histórica” emerge la memoria histórica sobre los movimientos populares, dígase estudiantil, magisterial, indígena, ferrocarrilero, campesino. El Estado, cualquiera que sea su orientación, escribe una historia común y colectiva capaz de brindarle legitimidad a sus acciones, así, frente al asesinato de jóvenes estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, emergerá el discurso de la legalidad y el amor a la patria y el orden institucional; frente a la desaparición y asesinato de jóvenes normalistas rurales de Ayotzinapa en 2011 y 2014, se presumirá una amplia investigación pero no se dirá nada del olvido, el cansancio, la inoperancia de un aparato burocrático estatal que atiende a ciudadanos según su condición y origen social.

El 68 mexicano se nutrió de una atmósfera donde confluyeron: la invasión de EU a Vietnam (1955-1979), el conflicto soviético frente a Checoslovaquia y Yugoslavia; El triunfo de la Revolución Cubana en 1959, el levantamiento en armas de campesinos, maestros y estudiantes en Chihuahua en 1965, el asesinato del Che en Bolivia en 1967, el mayo francés. La juventud se hacía presente a escala mundial, México no fue la excepción. Las resistencias de ayer y hoy no obedecen al vandalismo, o caudillaje, son parte de anhelos compartidos en la búsqueda de democracia, apertura política y justicia social.

A 51 años de la partida del Che, a 53 de la caída heroica en Madera, a 50 de la larga noche de Tlatelolco, a 4 de la sangrienta noche de Iguala, somos testigos de los logros de sus esfuerzo y del cambio que sus acciones generaron en la historia y conciencia pública de este país. Por ello, mantener la memoria en lugar de la nostalgia es una tarea imprescindible. La larga noche de Tlatelolco a Ayotzinapa es un paralelo de una historia que camina de la mano de los ausentes, de los muertos, nuestros muertos, quienes no estarán a salvo porque el enemigo aún busca ganar la batalla. ¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!

*Docente de la Normal Rural “Gral. Matías Ramos Santos” de San Marcos, Loreto, Zacatecas.

[1] Calveiro, Pilar, La memoria y el testimonio como asuntos del presente, en http://www.clacso.org/ megafon/megafon16_articulo2.php.

[2] Benjamin, Walter. (1973). Tesis sobre la historia y otros fragmentos, http://www.unamenlinea.unam.mx/

recurso/83103-tesis-sobre-la-historia-y-otros-fragmentos. Septiembre 23 de 2017.

[3] Calveiro, Pilar, La memoria y… op. cit.

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