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Diamantina en la escuela mexicana

¿Sabía usted que, en México, las niñas, niños, adolescentes y jóvenes que asisten a la escuela son cerca de 34 millones y medio? En números redondos, 5 van diario al preescolar, 14 a las primarias, 6.5 llegan diario a secundaria (la educación básica, entonces, conjunta a 25.5 millones de personas). Si se añaden 5 y 4 millones en media superior y superior, respectivamente, llegamos a la cifra total. La suma de profesoras y profesores que laboran en las decenas y decenas de miles de escuelas, públicas y privadas, no es menor: 2 millones.

La Escuela Mexicana, entendida como ese enorme espacio social en que se congregan, a diario, cerca de la tercera parte de la población nacional, y no solo se aglomeran sino conviven, se relacionan, establecen vínculos entre ellos más allá, y durante, los procesos educativos, es una gigantesca oportunidad para construir relaciones entre los géneros que dinamiten, desde la base, las asimetrías que conducen, luego, al sometimiento, la violencia, el acoso y la muerte de tantas mujeres en nuestro país.

Los que saben de la complejidad educativa, nos han enseñado que cada día, en los espacios escolares, se llevan a la práctica dos tipos de currículos: el que se expresa en los planes y programas de estudio, donde hay clases, materias, talleres y otras actividades, y el otro, al que se le denomina oculto y es preciso sacar a la luz: no son programas escritos, sino el conjunto resultante de las relaciones entre pares y nones: con los otros, entre y con las maestras y los profesores, de todos con la autoridad en el contexto de las normas predominantes de la convivencia humana.

Más aún, los lazos entre la escuela, sus diversos actores, con los padres y abuelos, hermanas, carnales y parientes de cada una de las personas que arriban cada día a las aulas, son parte también del enorme esfuerzo educativo que realiza México. Pocos, entonces, estamos lejos de esa institución en la que, más que instruir (muy necesario), se forma y conforma la ciudadanía de hoy y de mañana. No se sabe, a ciencia cierta, en qué consiste la Nueva Escuela Mexicana. Habrá que esperar a que, en gerundio, se vaya construyendo, y estar muy atentos a esta propuesta de la actual administración.

Pero en la lista de útiles escolares de ese proyecto de otra forma de vivir la experiencia escolar, junto a los lápices, gomas, cuadernos y libros de texto, es necesario incorporar —urge— la suficiente diamantina para lanzar al aire, en la zona abierta y en la oculta que habrá que hacer emerger cada día más, ante cualquier sesgo de género, el menor de los miedos por querer expresar su sexualidad como le plazca, o cualquier diferencia más —esas formas en que tratamos a otro que cree o no en mi dios o en ninguno, o cuyo color de piel no coincide con el mío, o le gusta ir de la mano de quien quiera y vestir a su manera, por decir solo algunas diferencias que nos hacen ser diversos y mejores personas.

La diamantina ya es un símbolo, su color no es trivial: expresa la intolerancia al maltrato, al desasosiego que implica cada día ser mujer y andar por la calle, en el micro, el metro o las oficinas. No es nada más la violencia que vivimos todos, sino esa forma brutal de violar la dignidad de quienes, por mujeres, son objetos, cosas, tierra de banqueta a pisar sin miramientos, pared que resiste lo que se les quiera decir, cual pedradas. Si es o no diamantina de la que se compra en las papelerías no importa tanto como que, en las mochilas y morrales con que vamos a estudiar, no falte nunca el impulso a erradicar, desde temprano, la raíz de la planta/plaga que luego crece hasta enredarse en una cruz torcida en Ciudad Juárez, en Ecatepec o en cualquier parte del mundo.

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