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El Ejecutivo estancado

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Enfrentar la corrupción creando otro organismo para perseguir políticos a modo, nunca fue una buena idea. No obstante, ya se ha cumplido un año desde que el entonces Presidente electo planteó esa propuesta ante el Legislativo a través de su partido y el tema no sólo se ha estancado sino que ha generado una lamentable pérdida de tiempo. Como si el gobierno hubiera saciado su conciencia sexenal trasladando la responsabilidad a los legisladores, desde entonces no ha hecho nada.

Sin embargo, durante las últimas semanas se han venido acumulando evidencias cada vez más elocuentes sobre las consecuencias de la corrupción. Apenas esta semana la Secretaría de Gobernación reconoció explícitamente sus efectos en la devastación causada por las tormentas tropicales, mientras que las negociaciones sobre las leyes en materia educativa están cruzadas, literalmente, por la captura facciosa de las plazas, la lucha de los sindicatos por conservar sus privilegios y las omisiones de las autoridades (como lo ha probado una y otra vez Manuel Gil Antón en estas mismas páginas). Y lo mismo puede decirse sobre las reformas energética y fiscal. Sobra insistir en que el problema no está en las propuestas técnicas sino en la desconfianza que producen, como secuela de la corrupción. ¿Cuántas veces se ha dicho ya lo mismo a través de todos los medios disponibles?

De aquí que sea inaceptable que el gobierno mexicano siga haciendo caso omiso de este tema, cargando toda la responsabilidad en el Congreso. Esa película la vimos varias veces durante los sexenios en los que gobernó el PAN y sabemos cuáles son sus resultados —tal como lo ha reconocido ya el propio Felipe Calderón—. Así que no es el Congreso sino el Ejecutivo quien debe poner manos a la obra y podría hacerlo de inmediato. Pongo tres ejemplos de acción que podrían emprenderse en semanas.

La primera sería abandonar de una vez por todas la peregrina idea de desaparecer a la Secretaría de la Función Pública, cuya situación está anclada en la incertidumbre. El gobierno podría convertir esa dependencia en la Secretaría de la Rendición de Cuentas, con la responsabilidad de construir el sistema de archivos, información pública, monitoreo, evaluación, control y responsabilidades que el país está pidiendo a gritos. Ninguna de esas funciones deberían estar subordinadas a la Secretaría de Hacienda, porque ésta acabaría siendo juez y parte. Y la dimensión del problema amerita una Secretaría —que además ya existe y sólo cambiaría de propósitos— y no sólo una oficina de jerarquía menor al mando de los dueños del dinero público. Hoy existen todavía las condiciones suficientes para modificar la Ley Orgánica de la Administración Pública en esa dirección.

La segunda sería diseñar, de inmediato, un Programa Especial de Rendición de Cuentas, con la colaboración de las instituciones, las organizaciones y los académicos que desde hace años han venido trabajando el tema —como los agrupados en la Red por la Rendición de Cuentas—, cuyos datos y propuestas alcanzarían sobradamente para darle sentido y perspectiva a esa labor pendiente. El Programa para un Gobierno Cercano y Moderno recientemente publicado no colmó, ni remotamente, esa demanda. Y ese trabajo no depende sino del Ejecutivo.

Finalmente, el régimen constitucional vigente permitiría construir acuerdos políticos y operativos eficientes con los gobiernos estatales, para construir un sistema nacional de rendición de cuentas con aquellos componentes. Es perfectamente viable condicionar recursos y transferencias a las entidades federativas a cambio de un esfuerzo coordinado y públicamente vigilado para rendir cuentas.

Y a estas alturas y luego de la evidencia acumulada, no hay pretextos. Si el Ejecutivo no quiere actuar sobre las causas de uno de los problemas más graves del país es, lisa y llanamente, porque no le viene en gana. Pero en el trayecto, aunque no quiera darse cuenta, también está obrando contra sí mismo.

Fuente: El Universal

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