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Evaluación y mejora en una democracia

En esta misma semana tuve una larga conversación con un supervisor de un estado del norte del país. Es héroe de mil batallas: más de quince años de servicio, siempre en escuelas de arreglo multigrado en la zona desértica de su estado; multipremiado por sus prácticas como docente, logró su promoción a director y luego a supervisor por la vía del concurso. Me consta el aprecio de las comunidades que ha servido y el reconocimiento como profesional que le profesan sus compañeros maestros.

Me comentó de un reciente desacuerdo en el contexto de las escuelas a su cargo. Llegó a la zona una investigadora del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), con la consigna –acordada y ejecutada en el marco de las atribuciones y convenios del Instituto como órgano constitucional autónomo y de la secretaría de educación de un estado libre y soberano de nuestra Federación- de conducir las entrevistas de alumnos, familias, docentes y directivos sobre las “condiciones de enseñanza y aprendizaje” de esas comunidades escolares. Los directores se negaron a recibirla, con todo y su oficio de autorización correspondiente, porque “ya se va a acabar el INEE” y porque “la evaluación ha humillado a los maestros y los ha culpado de los malos resultados”.

Con su enorme capacidad de explicación sencilla y empática, arriesgando el crédito que le trae su prestigio bien ganado, el supervisor adujo cómo esos directores y sus maestros se habían quejado amargamente de no ser escuchados, ni para las leyes de 2013, ni para el nuevo modelo, ni en las consultas del foro estatal en donde no salieron sorteadas sus ponencias, a pesar del costo enorme del traslado a la capital con la esperanza de que se recogiera su voz y su visión; también de cómo, en la valoración de su trabajo y en el ciclo de evaluaciones de desempeño que les pudo haber tocado, la condición precaria, áspera y desfavorable de sus escuelitas uni y bidocentes, con la infraestructura pauperizada y atendiendo a niños que vienen de hogares empobrecidos y marginados en comunidades sin trabajo, sin servicios y con violencia no tenía ningún peso específico y quedaba como una realidad negada, o al menos invisibilizada.

Y entonces Rafael (así le voy a llamar al supervisor) les dijo algo como esto: “Por primera vez en la historia de la zona llega un investigador a ver y registrar lo que pasa y lo que ustedes piensan. Acá no ha llegado ninguno (ni de la secretaría, del sindicato o siquiera del instituto de infraestructura educativa) para tratar de entender cómo afecta el contexto a nuestra enseñanza y nuestro aprendizaje, ¿y ustedes no la van a dejar pasar a la escuela y hacer sus entrevistas? ¿Ella qué culpa tiene de lo que otros hicieron mal? ¿Y qué tal si alguien sí puede hacer algo por nosotros con estos datos, o al menos por otras escuelas como las nuestras?”.

El relato apasionado de este supervisor trae, a mi juicio, muchos aprendizajes para la vida escolar cotidiana y para la política pública. Uno: la importancia de que coloquemos, todos, a la evaluación en su carácter de contacto-y-registro de la realidad para cambiarla. Los maestros, como ya se ha dicho mucho, no temen a la evaluación; no sólo no la temen, sino que es su imprescindible, infaltable compañera en la profesión: ellas y ellos evalúan constantemente a sus alumnos, evalúan los programas y actividades, evalúan el apoyo de la comunidad circundante, evalúan el desempeño de las autoridades. La mayoría no son evaluaciones “formales” pero no por ello menos atinadas o fértiles si se conocieran y se recogieran de verdad, y lo que se lamenta, con razón, es que esas evaluaciones no se sistematizan, no se integran al proceso de mejora, no se les reconoce la relevancia que tienen, no aprendemos de ellas.

Dos, que la honestidad intelectual con la que muchos reconocen –reconocemos, pues en ello me incluyo en lo que me corresponda- que no se supo comunicar y apuntalar entre los maestros de México el valor de la evaluación en general y el papel crucial de un instituto autónomo que no se plegara al poder de la SEP, ahora tiene que encontrarse con la honestidad que a su vez debemos esperar de quienes –y aquí van políticos, antes de oposición y ahora de gobierno, líderes sindicales, académicos y escribidores- crearon la leyenda negra de la evaluación como invento reciente de los “organismos internacionales” y de un INEE de verdugos desdeñosos “que no conocen las escuelas”. Se necesita dar un paso y reconocer que los estudios y directrices del Instituto significan un avance como nunca antes se tuvo para conectar las líneas de política educativa y la vida de las escuelas.

Tres, que saldrá muy caro y sería muy lamentable que, en lugar de una reformulación, compactación y hasta refundación del INEE –que suena muy necesaria y oportuna para la nueva etapa de la transformación educativa- tengamos en contraste un remedo de unidad de evaluación que sea juez y parte, que le dé -que se dé- la razón en justificar los pobres avances de aprendizaje, que sea comparsa y patiño de la autoridad, en lugar de un instrumento democrático de la transparencia y rendición de cuentas exigible a la gestión de todo secretario estatal o federal. Si con todo y autonomía formal, el INEE hizo por momentos un papel lamentable de nulo contrapeso democrático y ausente crítica rigurosa, fundada y por oficio, un “instituto” (o departamento, unidad, etc.) que sólo procese estadística educativa, significaría un retroceso. No se trata de defender una institución como tal, o a sus integrantes concretos, sino de asumir que debe fortalecerse una función social en una verdadera democracia y que no puede ser arrollada por la conformidad forzada con el titular en turno. Evaluar para mejorar: es una consigna para el derecho a aprender, una consigna de equidad y justicia a los maestros, una consigna también para la democracia.

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