Mediatización del feminismo universitario: El caso de la UNAM

Dra. Ana Buquet

II Congreso de Políticas Universitarias de Género, Interculturalidad e Inclusión 2021

Panel “Acciones para transversalizar la perspectiva de género, la interculturalidad

e inclusión en la Educación Superior”

Visiones disruptivas, experiencias y retos

Las demandas de los movimientos feministas, cuando logran ser reconocidas por las estructuras burocráticas, en ocasiones son institucionalizadas a través de procesos de asimilación mediatizada en los que muchas veces pierden parcialmente su filo crítico y su capacidad transformadora. Este fenómeno también puede ocurrir en la institucionalización de la perspectiva de género en la educación superior y para analizarlo abordaré el estudio de caso de procesos que han tenido lugar en la Universidad Nacional Autónoma de México.

En los últimos treinta años la UNAM ha tenido una serie de avances formales significativos, tanto en el campo de los Estudios de Género, como en el de Políticas para la Igualdad. 

En el campo de los Estudios de Género sitúo el inicio de estos avances en 1992 con la creación del Programa Universitario de Estudios de Género (PUEG) y su consolidación, 24 años después, en Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG) en 2016. Cuatro años más tarde, en 2020, se logra la creación del Programa de Posgrado en Estudios de Género: una deuda histórica de la UNAM.

En el campo de las Políticas para la Igualdad, ubico el inicio de estos cambios en 2005 con la primera reforma al Estatuto General (segundo artículo) en la que se estableció que las mujeres y los hombres en la universidad gozarán de los mismos derechos. En este ámbito, el de las políticas, hay que observar que a lo largo de 16 años se han creado estructuras —la Comisión Especial de Igualdad de Género (CEIG) del Consejo Universitario (2010), la Coordinación para la Igualdad de Género (CIGU) en la administración central (2020) y Comisiones Internas para la Igualdad de Género (CInIG´s) en entidades y dependencias—, se han realizado reformas a la legislación —artículos 95, 98 y 99 del Estatuto General y al Estatuto de la Defensoría (2020)— y se han emitido algunos documentos normativos —Lineamientos Generales para la Igualdad (2013), Protocolo para atender la violencia de género (2016) y las Políticas Institucionales de Género (2018).

La enumeración de estos cambios podría leerse, a primera vista, como de grandes progresos. Sin embargo, es necesario evaluar sus verdaderos alcances y limitaciones. Para ello se requiere distinguir entre la implementación de acciones de carácter formal de sus efectos reales en la vida de las universitarias. Respecto a la implementación de iniciativas, todavía falta un largo camino por recorrer, pero éste no es el tema de mi reflexión. 

En relación con los efectos reales hay datos suficientes para aseverar que no existen cambios sustantivos. Me referiré brevemente a estos últimos. En la educación superior existen, por lo menos, cuatro ejes principales de desigualdad: violencia, discriminación, división sexual del trabajo y segregación, y en ninguno de estos hay variaciones significativas en la UNAM.  La violencia de género continúa siendo un flagelo para las universitarias —basta ver las movilizaciones y demandas de las estudiantes o las cifras de los informes sobre la implementación del Protocolo—, la discriminación persiste como parte del ambiente institucional y las mujeres invierten mucho más tiempo que sus pares varones en tareas domésticas y de cuidados —así lo muestran los datos de la encuesta 2019—. Además, las mujeres en la UNAM siguen estando segregadas de los espacios de mayor poder, ingresos y reconocimientos. Datos comparativos entre 2005 y 2020 nos muestran que la segregación de las académicas de los nombramientos más altos no ha tenido cambios significativos en 15 años —de 28.2 a 30% investigadoras Titular C— y que su presencia en el cuerpo directivo de la UNAM sigue siendo muy baja (35.4%). 

Este panorama nos muestra que 16 años de trabajo promoviendo distintas iniciativas para alcanzar condiciones de igualdad en la Universidad han tenido resultados muy limitados. Por lo que es necesario reflexionar sobre las razones de fondo por las que en la UNAM no ha habido cambios más sustantivos a pesar de tantos esfuerzos. 

Para ello resulta analíticamente conveniente el uso del concepto mediatizar. En la acepción de la Real Academia Española quiere decir “intervenir dificultando o impidiendo la libertad de acción de una persona o institución en el ejercicio de sus actividades o funciones”. En este caso la mediatización se produce desde las estructuras patriarcales de la institución hacia las conquistas del feminismo universitario de la UNAM que, sin lugar a duda, ha impulsado, desde la década de los 70, todos los avances formales con los que hoy cuenta la Universidad en temas de género, tanto en su dimensión académica (Estudios de Género), como en su dimensión política (acciones para la igualdad). La mediatización ocurre, al menos, a través de tres mecanismos: la apropiación de sus conquistas, la tergiversación de sus alcances y el desconocimiento de sus aportes.

La apropiación de las conquistas del feminismo universitario se cristaliza a través de las formas autoritarias, antidemocráticas y arbitrarias —me refiero a categorías de análisis y no a adjetivos calificativos— con la que las autoridades universitarias deciden sobre los espacios institucionales dedicados a los temas de género. Para ello me remitiré a procesos de designación hechos entre 2020 y 2021 para ocupar la titularidad de cuatro espacios estratégicos de la UNAM: la Coordinación para la Igualdad de Género (CIGU), el Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG), el Posgrado en Estudios de Género y la Comisión Especial de Igualdad de Género (CEIG) del Consejo Universitario (CEIG).

En los casos de la Coordinación y el Posgrado, las autoridades designaron académicas que, más allá de los méritos que tengan en los temas de su especialidad, no cumplen con el requisito fundamental de ser especialistas en género, tema sustantivo de la institución que encabezan. Esto no suele ocurrir en la UNAM con entidades y organismos de otros campos de conocimiento o disciplinas. A nadie se le ocurriría que el posgrado en física lo coordinara un sociólogo o un músico. Sin embargo, en estos casos se conjugan dos fenómenos, no desconocidos, sobre los estudios de género. Por un lado, un menosprecio latente o explícito a su legitimidad académica y a su solidez teórica, metodológica y epistemológica. Por esta razón, a juicio de la autoridad superior, cualquier persona —sin importar su campo de conocimiento, especialidad o capacidad académica—, podrá liderarlos sin ningún problema. Por otro lado, la resistencia a su incidencia profunda en la vida institucional provoca que estos nombramientos estén atravesados por el interés de eliminar la agudeza, la capacidad crítica y la facultad transformadora del feminismo que impulsó la creación de estas estructuras. 

Esto nos muestra que, en las esferas de dominación universitarias, impera más la lógica de la simulación que la de la transformación real de las relaciones de género al interior de la UNAM. De esta manera, la Universidad pretende cumplir con las demandas y las expectativas de la comunidad de promover acciones para la igualdad, pero lo hace de tal forma que no modifica en el fondo las estructuras patriarcales en las que se insertan.

En el caso del CIEG y el Posgrado, las autoridades pasaron por encima de la voluntad unánime o mayoritaria de sus respectivas comunidades, que se manifestaron con toda claridad —y por escrito— a favor del liderazgo de candidatas que no fueron designadas, y les impusieron a las que ellos consideraron las adecuadas. Esto tampoco suele ocurrir de manera tan flagrante en los centros o institutos de investigación o en los posgrados de otras disciplinas o áreas del conocimiento. Normalmente, y esto debería responder a una práctica más democrática, la posición de la comunidad que va a ser dirigida debe tener un peso fundamental en el nombramiento. 

En el caso del CIEG existen dos elementos más que no pueden ser pasadas por alto: las autoridades nombraron a una directora externa a la entidad y a su comunidad, otra práctica ya poco frecuente en la mayoría de las entidades de la UNAM. Imponerle a una comunidad académica a una directora externa puede tener varias lecturas, pero la más inmediata nos lleva a considerar la incomodidad que les producía a las autoridades la cohesión y el empuje feminista que existía en la comunidad. Como señala Amorós: 

[…] cuando el poder patriarcal percibe que se problematizan las bases de su legitimación —y para ello basta que las actividades de las mujeres amenacen con tener alguna traducción en el ámbito de lo importante— responde […] sin demasiada sensibilidad para el hecho de que se queda ideológicamente desarmado (1992, p. 46).

La tercera excepción que ocurre en el nombramiento del CIEG emerge de manera preocupante junto a las dos anteriores. Además de no contar con ningún apoyo interno y no pertenecer a la comunidad, se suma que, casualmente, la persona designada tiene un vínculo familiar en primera línea con uno de los funcionarios de mayor nivel de la Universidad, con lo que se revela además del menosprecio patriarcal, la prevalencia de una política de intereses y relaciones personales, que se ubican por encima de lo académico. Debería ser un signo de alarma que en la UNAM tenga vigencia esta práctica, el nepotismo, que tendría que estar erradicada de cualquier espacio público. Si el destino para una comunidad feminista es decidido de esta manera, no podemos más que hablar de pactos patriarcales, además de autoritarismo y antidemocracia que han sido criticados tradicionalmente. Dice Amorós al respecto:

La “aristocracia masculina” interpelada no dudará en emplear la violencia represiva para restituir un “orden natural” que ya de por sí es violencia constituyente: re-ubicar a las mujeres en su espacio, re-codificar este nuevo espacio al que se las constreñirá por la fuerza empleando medidas ejemplarizantes… (1992, p. 46).

El segundo análisis, respecto a la tergiversación de los alcances del feminismo, es cómo se crean estas estructuras. Para ello pondré dos ejemplos: la creación de la CIGU y la reforma al Estatuto de la Defensoría para incluir en ella la atención de la violencia de género. La creación de la Coordinación obedece básicamente a dos factores: el movimiento de las Mujeres Organizadas de la UNAM y el trabajo académico y político de un grupo de 17 académicas expertas en género que, en el marco de las luchas de las estudiantes en 2019 y 2020, elaboraron el documento Transformaciones institucionales para la igualdad de género y la atención de la violencia de género en la UNAM, entregado al Rector el 4 de febrero de 2020. En este documento que propone la creación de una instancia destinada a impulsar la igualdad de género en la UNAM se enuncian, entre otros, tres aspectos fundamentales: a) que la persona designada para dirigir este organismo tuviera una alta especialización en perspectiva de género y en implementación de políticas para la igualdad, b) que para proceder a su designación se conformara una terna y c) que las candidatas presentaran un proyecto de trabajo para ser discutido entre amplios sectores de la universidad. Estos tres elementos eran fundamentales para dar legitimidad a la nueva instancia y hacer transparente la designación de su directiva. Ninguno de estos requisitos fue adoptado para la creación de la CIGU. 

Para la atención de la violencia de género, el documento planteaba claramente la necesidad de crear una estructura autónoma y específica. En cambio, las autoridades decideron subsumir este grave problema de la UNAM en una instancia existente, con baja visibilidad y escasa presencia en la comunidad. La reforma a su Estatuto la reorganiza y la renombra como la Defensoría de los Derechos Universitarios, Igualdad y Atención a la Violencia de Género.

Las autoridades universitarias tomaron este documento, se lo apropiaron, lo despojaron de sus premisas fundamentales y crearon o reformaron instancias acorde a la lógica patriarcal de control de la institución.

El tercer análisis lo centro en la falta de reconocimiento a los aportes del feminismo universitario. A partir del 2019 la UNAM estuvo marcada por los movimientos de Mujeres Organizadas de distintas facultades y escuelas que forzaron a las autoridades a tomar una serie de acciones. No es casual que durante 2020 se hayan aprobado medidas sin precedentes: se creó la CIGU, se hicieron tres reformas al Estatuto General y una al Estatuto de la Defensoría. Sin duda, estos cambios respondieron a las luchas de las estudiantes y no a una repentina toma de conciencia de las autoridades o a sus bondadosas iniciativas. Pero los registros documentales y las narrativas en torno a estas transformaciones hacen invisible la decisiva participación de las universitarias y adjudican a las autoridades el protagonismo de su creación.  

La conjunción de todos los elementos planteados anteriormente, nos muestran que los avances en la UNAM en temas de género están mediatizados por prácticas y pactos patriarcales que buscan limitar o acotar la incidencia del feminismo universitario en la transformación real y sustantiva de la institución. Por ello creo necesario incorporar este tipo de análisis en los procesos de institucionalización de la perspectiva de género en la educación superior, que pueden dar una mejor perspectiva sobre sus alcances y límites.

 

Referencia:

Amorós, Celia (1992), Notas para una teoría nominalista del patriarcado, Asparkía. https://core.ac.uk/download/pdf/39084996.pdf

 

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