Necesidades de la UNAM/El peso de los años/A. Didrikson

Nota del editorTribuna Milenio convocó a cuatro destacados analistas: Manuel Gil Antón (ColMex y Educación Futura); Rosaura Ruiz (UNAM); Axel Didrikson (UNAM); Sergio Cárdenas (CIDE); y Ulises Flores Llanos (FLACSO) para debatir sobre las necesidades de la UNAM y su futuro. Por ser de interés general, reproducimos aquí el debate.  Bienvenida la deliberación pública.

Como una “Macrouniversidad” (Axel Didriksson, “Las Macrouniversidades en América Latina y el Caribe”, IESALC-UNESCO, Caracas, 2007), la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) tiene muchas cosas que le sobran y muchas que le faltan. Con sus años a cuestas, la pesada estructura que mantiene da muestras de su anquilosamiento, y todo lo que le falta tarda tanto en llegar que un tiempo muy valioso se va perdiendo, cuando la sociedad requiere de una universidad madura, pero activa y protagónica, en sus quehaceres y deberes.

La UNAM es una institución compleja, de gran raigambre nacional. Sin embargo, durante sus más de cien años no ha podido realizar reformas sustantivas en sus estructuras y funciones fundamentales, por una u otra razón, y va cargando con su larga historia de gloria con hendiduras de gran calado, que merecen ser motivo de una gran reflexión de la sociedad y de su comunidad sobre su actual estado.

Es la universidad que ha alcanzado en la historia del país el más alto nivel de concentración de recursos materiales y humanos, presupuestales, de investigación en ciencia básica y tecnológica y que ha hecho emerger actores que han alcanzado un alto nivel de liderazgo. Es, como se presenta de forma evidente año con año, la universidad que tiene la más alta demanda social hacia sus estudios, tanto de bachillerato como de enseñanza superior (licenciatura y posgrado), pero también, en correspondencia, tiene un alto grado de deserción y de baja eficiencia terminal en todos sus niveles, y un personal académico que envejece y que trabaja en temas por demás repetidos, y en hacer puntos para mantenerse circunspecto.

Lo que le sobra a la UNAM, entonces, es su importancia nacional, su presencia en prácticamente toda la zona metropolitana de la ciudad de México, sus sedes y subsedes en la mayoría de los estados del país, el despliegue de sus funciones académicas, culturales y sociales nacionales que le permiten ser una autoridad en las posibilidades de construir un proyecto nacional. Por el contrario, lo que le falta es protagonismo frente a la debacle social y económica que se vive, frente a la impunidad y la riqueza mal habida, la violencia y los conflictos que nos agobian.

Hacia adentro, le falta impulsar una gran reforma interna, quizá no para rehacerla porque sería casi utópico, sino para emprender de forma más dinámica e innovadora la construcción de subsedes, crear una UNAM en cada estado con nuevas carreras de tipo intedisciplinario, institutos de investigación y posgrados, y sobre todo bachilleratos. Estas nuevas instalaciones de la UNAM no tienen porque competir con las universidades públicas de los estados, sino cooperar, establecer redes de colaboración científicas, académicas y orgánicas horizontales, para dar un salto de calidad en la educación superior a lo largo y ancho del país, en la oferta y demanda de jóvenes y talentos que se desperdician por la falta de opciones educativas como las que ofrece la UNAM.

En los últimos años, este escaso protagonismo de la UNAM se mostró de forma harto evidente en la discusión y luego en la puesta en marcha de la denominada reformar educativa. Qué tema más importante puede tener enfrente la UNAM si no es opinar y actuar respecto de la resolución de la agenda educativa, particularmente a raíz de la muy desafortunada reforma en contra del magisterio, que ha creado uno de los más grandes conflictos políticos y sociales. En eso y en otros tantos temas de urgencia y de inteligencia, la UNAM ha perdido la fuerza de su capacidad crítica y de su autonomía, y ha sido notable que, por conservar su estabilidad interna a rajatabla, se hayan enajenado su voz y sus propuestas para encontrar un mejor camino en la reforma educativa que el país urgentemente necesita, pero que ni ella, ni tampoco otra universidad de su calado, han podido incidir en lo que debería de haber sido dicho respecto de la educación que México necesita.

Tan pobre ha sido su papel en este tema, que el documento de propuestas sobre el sistema educativo que fue elaborado al respecto (José Narro Robles et. al., “Plan de Diez Años para Desarrollar el Sistema Educativo Nacional”), fue en los hechos enviado al bote de la basura de la oficina del entonces secretario de Educación de la SEP, Emilio Chuayffet, y los prominentes universitarios que se encontraban en dos altos puestos (a nivel de subsecretarios) de esa instancia de gobierno (la SEP) fueron removidos sin pena ni gloria.

Aún más, la UNAM, para los últimos tres gobiernos (dos del PAN y este del PRI), ya no luce como un motivo de gloria en sus discursos, porque tiene muy escasa influencia en la toma de decisiones sobre los temas educativos y de la educación superior, como es ahora absolutamente notable, y ha sido desplazada por los cuadros de alto rango en el aparato gubernamental o empresarial, que se sienten más cercanos a la efectividad de los modelos privados, o a los denominados de “World Class University” con referencia sobre todo a los de Estados Unidos, por cierto, como lo cree uno de los precandidatos actuales a la sucesión del rector José Narro.

Desde el plano interno, a la estructura de la UNAM también le sobra y le falta mucho. Le sobra una burocracia y algunas instancias de gobierno demasiado sobrecargadas y poco efectivas, como el Consejo Universitario (en donde los directores y las autoridades imponen su ley a pesar de las representaciones de miles de académicos, estudiantes y trabajadores), los consejos técnicos e internos que se suman a la verticalidad de otras instancias más poderosas (como las coordinaciones de Humanidades, de Ciencias y los consejos técnicos de las mismas), y otras que son casi formales y de poca envergadura, como los consejos de Área.

La Junta de Gobierno tiene aquí una especial condición de inutilidad y sobredeterminación, y ahora que está en el centro del debate universitario lo va demostrando. A la Junta de Gobierno, la existencia de una comunidad que se educa y se forma en conceptos como los de democracia, igualdad de oportunidades, equidad de género, derechos humanos, altos conocimientos, resolución de problemas complejos, y que lleva con mucho orgullo la idea de autonomía, como derecho a la autoorganización, le tiene sin cuidado. Le parece hasta molesto e innecesario que vayan cientos o miles de ingenuos maestros e investigadores y, peor aún, algunos estudiantes, para argumentar a favor de un o una candidata(o), porque para sus miembros el asunto prioritario no es escuchar a la comunidad sino a ellos mismos; es cómo alcanzar un consenso o una mayoría de votos a favor de los que ellos consideran puede mantener la estabilidad en la universidad, y no lo que la comunidad considera y desea.

Sin embargo, como paradoja, a la UNAM le han sobrado intentos de reforma interna tanto desde arriba como desde abajo, y como ejemplos, por ser los más conocidos, está el de la intentona de reforma del rector Jorge Carpizo que provocó el surgimiento del Consejo Estudiantil Universitario (CEU) en los años 80 y la realización de un congreso “resolutivo” que no tuvo ni pies ni cabeza; la reforma al Reglamento de Cuotas del rector Francisco Barnés que condujo a un paro de nueve meses, que terminó en una verdadera parodia de la que aún se jactan algunos de sus viejos líderes; y otras tantas menores, como la siempre fracasada reforma al curriculum del bachillerato o una escondida reforma al Estatuto del Personal Académico (EPA), de la que nadie dice nada, ni nadie se acuerda.

Sin embargo a la UNAM le sigue faltando una verdadera reforma en sus planes de estudio, en su oferta académica (son tan lentos sus procesos que deben pasar años para poder hacer modificaciones a un programa académico y crear un nuevo marco epistémico y de conocimiento), cuando en distintos países y universidades se han emprendido reformas verdaderamente sustanciales hacia fronteras de la ciencia y la tecnología y se han abierto líneas de trabajo trans e interdisciplinarias de manera profusa. En la UNAM, la creación de nuevas sedes o centros de trabajo académico pueden llegar a tomar hasta 10, 20 o más años, con lo que se han estado reproduciendo y ampliando brechas de conocimiento respecto de lo que ocurre en las áreas académicas relacionadas con las condiciones de existencia de la humanidad, y a duras penas pueden mencionarse algunos casos emblemáticos, como la constitución de áreas en Nanotecnología y Genómica y, recientemente, sobre la Complejidad, es decir unas cuantas, cuando hay una sobreoferta en las carreras más tradicionales: en Derecho, Administración, Medicina, Ingeniería, Economía, etcétera.

La UNAM se ha ido alejando del pensamiento crítico respecto de la sociedad en la que vivimos, y ha sido demasiado tolerante con las condiciones en las que se está desdibujando y descomponiendo el tejido social, a lo largo y ancho del territorio nacional. En los grandes temas de la agenda de país, ha estado como ausente, cuidando que nadie se salga del huacal, que los conflictos estén debidamente tolerados pero controlados, pero dejando de ser una voz activa en ellos. El caso más abrumador, lo reiteramos, ha sido el de la reforma educativa. Siendo la UNAM una institución que hubiera podido decir muchísimo al respecto, sobre todo por ser de su inmediato interés, simple y llanamente no tuvo la capacidad de convocar o poner un alto a las barbaridades que se han cometido en contra del magisterio y de la educación del país. Nada, aquí le ha sobrado su tamaño y le ha faltado carácter.

De manera especial, a la UNAM le ha faltado firmeza para decidir sobre su identidad y sobre su sector mayoritario de estudiantes y profesores. Me refiero al nivel de bachillerato. Tanto respecto de su opinión sobre el incompresible y ahora bastante obsoleto impulso a un “currículum por competencias” en la educación media superior, como, aún más, respecto a la urgente necesidad de emprender una gran reforma en el bachillerato y en las Normales.

Vale la pena detenerse un poco es este tema, dado que la UNAM tiene su origen en la Escuela Nacional Preparatoria (ENP), pero este nivel se ha quedado constreñido al espacio de la ciudad de México y ha dejado su carácter “nacional”. ¿Por qué no se ha decidido crear preparatorias o CCHs en todo el país, junto y a la par de las instalaciones que tiene la UNAM en tantos y diferentes estados de la República? Allí esta una tareíta para la nueva rectoría.

Por el contrario, en su vejez, la UNAM no ha podido comprender que su futuro está en su articulación con la ENP y el CCH. Se les ha comprendido de forma equivocada, se les ha subestimado y sobre todo se les ha considerado como un nivel inferior al de la licenciatura y aún más al del posgrado, cuando se trata del lugar en el que se forman los estudiantes para alcanzar, precisamente, trayectorias exitosas en su formación académica.

Dar un primer paso siempre será necesario para quitarse fardos y excesos de burocratización y procesos de control enredados, y para avanzar en lo que falta. Este paso está próximo a darse, y allí se verá si la Junta de Gobierno está a la altura de las circunstancias del país y de la necesidad de emprender cambios de fondo, que muestren capacidad de innovación y carácter. Esto se mostraría, es mi opinión personal, en poder contar con una mujer rectora, una científica que conozca la Universidad en todos sus niveles y ámbitos territoriales, que tenga mano firme y un proyecto de universidad que ponga el acento en su ser nacional y sobre todo en su autonomía; no en la copia de otros modelos de universidad, sino en la defensa del que tenemos hacia el futuro. Ya está sonando su nombre.

 

Investigador del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación de la UNAM. Presidente regional de la Global University Network

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