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Propaganda: dos versiones

La propaganda política tiene una vieja historia. Sirvió de instrumento para el ascenso de dictadores (recordar aHitlery su ministro de PropagandaJoseph Goebbels), pero también para derrocarlos (como en la Primavera Árabe). La propaganda puede prestarse para disgregar la cohesión social y, al mismo tiempo, para vincular a grupos sociales.

En el primer caso, la desinformación (fake news, le dicen ahora) es el arma favorita. Sea con mentiras o con verdades a medias, ciertas agrupaciones usan la propaganda para avanzar en sus propuestas políticas y reclutar adeptos. El ejemplo de Donald Trump surge de inmediato. Por lo regular estos círculos utilizan un discurso de odio que puede traer consecuencias graves. A veces ese pregón se camufla con propuestas de cambio y la oferta de una vida mejor. El odio tiene grados. No es lo mismo, por ejemplo, el mensaje del Estado Islámico, que las diatribas contra la Reforma Educativa en México.

En la otra versión, la propaganda no está exenta de exageraciones, pero tiende a ofrecer evidencia de sus dichos y, aunque no todo sea información fiel, sus propuestas tienen base empírica. Es una práctica regular de gobiernos democráticos que rinden cuentas, aunque ninguno las rinda por completo. Al discurso de odio no le responde con uno de amor (que sería el antónimo), sino con uno de eficacia.

Los mensajes de la Secretaría de Educación Pública respecto de la Reforma Educativa caen en esta segunda versión. El secretario Aurelio Nuño teje un discurso virtuoso sobre los hechos de la reforma, la pinta bonita y la ofrece como solución a males ancestrales y contra vicios del corporativismo. A veces le reconoce fallas, pero en su balanza siempre hay avance. Si bien al comienzo de su tramo, en 2015, su oratoria era áspera contra los maestros disidentes, poco a poco cambió el tono. Hoy se muestra conciliador, excepto cuando le responde a Andrés Manuel López Obrador.

Sin embargo, si uno lee con cierta atención sus mensajes, se nota que insiste en lo realizado: Escuelas al Cien (que además es posible que maestros y padres de familia de escuelas beneficiadas noten la mejoría en edificios); la escuela al centro como estrategia de gobierno que desburocratiza la actividad de directores y supervisores, machaca; profesionalización y desarrollo de los docentes; el Sistema de Información y Gestión Educativa; Escuelas de Tiempo Completo; autonomía curricular; enseñanza del inglés; y la asignación de plazas con base en los méritos.

Y en cada punto ofrece referencias: inversiones gigantescas en remodelación y mantenimiento de escuelas; más de 40 mil plazas recuperadas; eliminación de la nómina de miles de aviadores; crecimiento de la matrícula en todos los niveles; nuevos planes, programas de estudio y libros de texto gratuitos, y crecimiento de la educación superior.

La propaganda de los opositores, por el contrario, trataba de infundir temor en los docentes: que la educación se privatizaría; que la reforma laboral era para despedir a los maestros militantes; que la evaluación era para desprestigiar a los docentes, disciplinarlos a un aparato de control burocrático y alinearlos a la globalización neoliberal. Era un discurso de resentimiento y animosidad, un odio light.

Este mensaje penetró en amplios sectores del magisterio, no nada más entre los docentes radicales. La incertidumbre respecto de su futuro y el temor de ser despedidos se conjugaban con hechos como la imposibilidad de heredar la plaza. Ergo, la propaganda hacía verosímil aquellos mensajes donde el gobierno, el presidente Peña Nieto y los subsecuentes secretarios de Educación Pública eran los villanos.

Hoy parece que el gobierno lleva la ventaja. Pero vienen las campañas presidenciales y la baza puede volver a cambiar.

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