Riqueza del oficio del docente y miseria de su evaluación

Emilio TENTI FANFANI[1]

Reseña

En las páginas que siguen he querido poner en relación las particularidades del acervo de conocimientos (práctico y teórico) que moviliza el docente en su trabajo en las aulas y cómo se lo aprende. Por otra parte, enfatizaré ciertas especificidades del trabajo docente, que lo asemejan más a una ejecución virtuosa que al desempeño de un proceso de producción de bienes materiales (distinción oferta y demanda, insumo/proceso/producto, etc.). Por último, con base en las consideraciones anteriores me propongo realizar un examen crítico de los modelos de estandarización/evaluación de la calidad de los docentes, tal como se presentan en las propuestas que se registran en muchos países de América Latina. La mayoría de ellas consisten en una simple e impertinente transferencia al campo de la educación escolar, de modelos y tecnologías generadas y aplicadas en el mundo de la producción de bienes materiales.

 

  1. El conocimiento del maestro

Aunque el trabajo docente es un oficio, no es solo eso. Una vez dicho esto, que algunos pueden entender como algo de sentido común, me veo obligado a especificar el sentido y el interés de esta proposición. Aquí sostendré que a la dimensión oficio se agregan otras que muchas veces conviven en forma conflictiva y contradictoria con la primera.

¿Qué voy a entender aquí por oficio? En primer lugar diré que es algo que existe en estado práctico. Sobran las evidencias de agentes sociales que hacen cosas admirables y complejas sin acompañar ese hacer con un discurso, es decir, con una explicación formal acerca de cómo lo hacen. En otras palabras, un oficio es un hacer calificado, especializado, que no está acompañado de una verbalización coherente y sistemática. Tienen oficio un carpintero que fabrica muebles de calidad como un historiador que construye historias en tanto muchas veces ninguno de los dos es capaz de explicitar una “Teoría”, una “metodología” o una epistemología acerca de lo que hace y cómo lo hace. Y a pesar de ello lo hace bien. Para entender mejor digamos que los que ejercen un oficio utilizan un conocimiento muy particular. Es como jugar un juego que no tiene un conjunto de reglas formales. El juego político es un caso ejemplar de movilización de conocimientos prácticos, la mayoría de los cuales no existen fuera de la práctica. El político en su accionar “no sigue reglas”, no “aplica” los principios establecidos por Maquiavelo o por cualquier otro “teórico” de la política. Desde este punto de vista, la política o la pedagogía es un juego entre comillas, porque los jugadores no aplican reglas explícitas, conscientes, formales, es decir, que se traducen en enunciados exteriores al juego y que le preexisten. En el campo escolar las reglas son regularidades implícitas, donde solo una pequeña parte existen en forma explícita. Esta es toda la diferencia entre un oficio y un “método”.

Antes de preguntarse cuándo, cómo y dónde se adquiere el conocimiento que usa el maestro es preciso tomar una posición respecto de su propio estatuto o naturaleza. Dos conceptos centrales de la epistemología de Karl Polanyi pueden ayudarnos a entender la naturaleza del conocimiento del maestro, el cual, no es distinto del conocimiento del investigador, del médico o del artesano. El conocimiento según nuestro autor tiene dos cualidades básicas es personal y tácito. Al referirse al tipo de conocimiento movilizado por los científicos en sus prácticas de investigación dice que éste es personal ya que “en todo acto de conocimiento interviene una contribución apasionada de la persona que quiere conocer”, y a continuación aclara que este componente no es una imperfección sino un factor vital del conocimiento” (POLANTY K. 1990, pag. 70). Esto no quiere decir que el conocimiento es arbitrario, subjetivo y egocéntrico, ya que el científico reconoce que su práctica debe someterse a exigencias independientes de su voluntad (en este sentido es una práctica responsable). Pero si es cierto que toda práctica científica está atravesada por elementos personales tales como pasiones, ideales, esperanzas, visiones, intuiciones, etc. no es neutral, como algunos pretenden. A su vez, el conocimiento es tácito, es decir que no se puede expresar sólo con palabras. Es más, cualquier agente social conoce y sabe mucho más de lo que puede decir con palabras y fórmulas. El conocimiento tácito de Polanyi en cierto sentido es equivalente al “sentido práctico” del sociólogo francés Pierre Bourdieu. Desde esta perspectiva lo tácito es también estratégico, ya que constituye “la facultad fundamental de la mente” ya que es la que “”crea el conocimiento explícito, le da significado y controla sus usos” (POLANYI K. 1988 pag. 193).

Si el conocimiento tácito ocupa un lugar central en el trabajo científico, mucho más lo tiene en las profesiones prácticas tales como la medicina o la docencia. En realidad todas las actividades humanas (por ejemplo, nadar o andar en bicicleta) suponen un realizador dotado de habilidad. La habilidad es un sinónimo de la “competencia” pero más rico en significados, dimensiones y matices. Desde este punto de vista, el maestro, como ejecutante virtuoso, no aplica reglas, preceptos, modelos o teorías. Por eso es sumamente reductor decir que tal docente en el aula “aplica la teoría de …” Ejercer la enseñanza (al igual que ejercer la medicina) es mucho más que eso. Es verdad que las “reglas del arte” que pueblan los manuales y tratados (de pedagogía o de clínica médica) pueden ser útiles, pueden orientar o guiar las prácticas humanas, pero a condición de integrarse al conocimiento práctico o tácito de un arte, no lo pueden sustituir.

El alumno que inicia su escolaridad a los 4 o 5 años aprende por inmersión en el espacio escolar. Luego de trece o 14 años de intensa experiencia escolar, los alumnos aprenden pedagogía sin un trabajo pedagógico institucionalizado como tal, es decir, específicamente orientado a producir conocimientos relacionados con la enseñanza. “Es todo un grupo y su medio ambiente simbólicamente estructurado que ejerce, sin agentes especializados ni momentos específicos, una acción pedagógica anónima y difusa, lo esencial de un modus operandi (un modo de hacer las cosas en el aula y la escuela: ETF) que define el dominio práctico se transmite en la práctica, en estado práctico, sin acceder al nivel del discurso. No se imitan ‘modelos’, sino las acciones de los otros” (BOURDIEU P., 1980, pag. 124). En síntesis, y a riesgo de forzar la analogía, una parte importante del oficio del maestro se aprende como se aprende la lengua materna.

 

  1. Valor agregado del conocimiento teórico

Dicho esto, hay que agregar que tanto el hacer del carpintero (o del sociólogo o del maestro) ganan mucho en excelencia si el que hace muebles, el que hace investigación social o el que enseña son capaces de dominar en forma consciente los principios y procedimientos que emplean en sus respectivos quehaceres. El saber práctico, cuando está acompañado de las reglas y esquemas que lo orientan gana en eficacia y productividad y al mismo tiempo puede convertirse en patrimonio de un colectivo, es decir de un grupo de individuos que realizan el mismo trabajo. La codificación del saber permite su difusión masiva y tiene una importancia mayor ya que cuando el hacer se vuelve consciente el oficio cambia de nivel y puede, permite realizar acciones complejas y coordinadas por parte de un colectivo de individuos.

Por lo tanto el conocimiento del oficio (como saber práctico) se potencia cuando está acompañado del saber codificado, objetivado o teórico. La dosificación de estos dos componentes (que están siempre presentes en todo quehacer humano) varía en los diversos campos de actividad social, aunque existe una especie de consenso en calificar oficio a aquellos trabajos o actividades que movilizan fundamentalmente conocimiento práctico (como por ejemplo la política) y profesiones o ciencias a aquellas actividades donde el conocimiento codificado tiende a ser dominante. Esta distinción que no tiene nada de novedoso, muchas veces no es tenida en cuenta cuando se discuten las particularidades del oficio docente y en especial cuando se discuten las políticas y estrategias de su aprendizaje (inicial y permanente).

Hechas estas distinciones y afirmaciones, sostendré que el trabajo docente, tiene por lo menos dos particularidades que los distingue de otros campos de actividad que podríamos denominar profesionales o científicos, a saber:

  1. El virtuosismo práctico tiende a predominar sobre el saber codificado (o teórico metodológico). Las evidencias indican que la mayoría de las estrategias que despliegan los docentes para resolver problemas (desde “ordenar el aula” hasta enseñar la “lectoescritura” no consiste en aplicar tal o cual método o procedimiento formalizados, tal como aparecen en los libros de pedagogía o didáctica. Del mismo modo, múltiples investigaciones demuestran que el conocimiento que los docentes movilizan para conocer a sus alumnos, es decir, el conjunto de categorías de percepción que les permiten distinguir cualidades o atributos entre ellos y producir clasificaciones (“rápidos y lentos”, “disciplinados e indisciplinados”, responsables e irresponsables, etc.) no se encuentran en ningún manual o teoría psicológica o antropológica, sino que existen solo en estado práctico-práctico, es decir, no objetivado y formalizado. Es más, la mayoría de los docentes ha estudiado y aprendido categorías de distinción “científicas”, “teóricas”, tales como las que ofrece la psicología del aprendizaje de origen piagetiano, como por ejemplo la tipología “autónomo/heterónomo”, pero raramente las usan para resolver problemas prácticos.

 

  1. El dominio teórico metodológico o codificado tiende a existir en forma paralela, relativamente autónoma y a veces contradictoria con el saber práctico, es decir, de ese saber que emplean en su trabajo como docentes en el aula y la institución escolar. Esta especie de divorcio entre lo que lo que la sociología del conocimiento denomina como “saber incorporado” y saber “objetivado” está detrás del clásico y estéril debate entre teoría y práctica que es tan antiguo como actual en el campo de la formación docente y que lo distingue de otros campos profesionales donde esta problemática está prácticamente ausente o no suscita ningún interés. En síntesis, en muchos casos el “hacer” (práctica) del docente poco tiene que ver con su “decir” (teoría). Más aún, ambas acciones pueden suceder al mismo tiempo, por ejemplo cuando un conferenciante aboga fuertemente por el no directivismo pedagógico, la pedagogía centrada en el alumno, etc. monopolizando la palabra en una conferencia magistral y ex catedra.

Es obvio que no basta constatar y condenar este divorcio para identificar estrategias de superación o integración entre “teoría” y “práctica”. Al igual que con otros problemas sociales, no basta diagnosticar y juzgar como problemática a una situación determinada para encontrar una solución adecuada. La prueba está en que la constatación del problema es tan antigua como el problema mismo que aquí comentamos. Por lo tanto no basta constatar y condenar, sino que también es preciso explicar. Si bien el problema es complejo y por lo tanto merece explicaciones de igual calibre me arriesgo a proponer una hipótesis de trabajo para rendir cuentas del divorcio entre práctica y teoría en el quehacer del docente.

Sostengo que una parte de la cuestión se explica por las formas muy particulares en que se aprende este oficio. Estas lo distinguen del aprendizaje del oficio de médico o de ingeniero, por ejemplo.

 

  1. Cómo se aprende el oficio docente

Sobre estas premisas la pregunta acerca de cómo se aprende un arte o cómo se adquieren las habilidades necesarias para el ejercicio de una actividad adquiere un sentido muy particular. Lo primero que hay que decir es que si existen dos tipos de conocimientos (uno tácito y otro explícito o formal) es plausible pensar que también existen dos modos de apropiación o aprendizaje: uno formal, propio de las instituciones escolares y otro no formal o espontáneo. Es aquí donde cobran una importancia estratégica fundamental mecanismos como el ejemplo práctico, la imitación o la emulación, que por lo general operan en forma no consciente y no planificada. En efecto para apropiarse del conocimiento tácito es preciso “someterse a la autoridad de un maestro, es decir, a la tradición, aún cuando, en última instancia, cada uno debe descubrir sólo “el sentido justo de un acto de habilidad” (POLANYI K. 1988, 162).

La relación temprana, continuada, sistemática de un alumno con sus maestros a lo largo de muchos anos permite incorporar modos de hacer, formas de ensenar, (“dictar clases” por ejemplo) estilos de comunicación, de ejercicio de la autoridad, de relacionarse con los otros, con los directivos, de resolver y enfrentar conflictos, etc. que constituyen componentes fundamentales del conocimiento tácito del maestro. El conocimiento tácito que el futuro docente aprendió en forma espontánea y no completamente consciente cuando fue alumno (y lo continúa siendo aún en los Institutos de Formación Docente) no es fácil desplazarlo por el aprendizaje formal de teorías, modelos o lenguajes. Incluso puede suceder que exista una contradicción entre lo que se sabe decir y expresar (en términos de conceptos, teorías, modelos, etc.) y lo que efectivamente se usa en el oficio. En muchos casos los agentes son conscientes de esta contradicción y la viven con cierta angustia y malestar. En otros puede pasar completamente desapercibida. Esto explica el hecho de que muchos agentes puedan adherir a pedagogías “progresistas” y ejecutar prácticas “conservadoras”. Por supuesto que la situación inversa también puede ser posible.

El sistema escolar tiene una particularidad que lo diferencia de otros campos ocupacionales. Este sistema es el único que tiene un control interno de los procesos de reproducción de sus agentes. El espacio de la formación de los docentes y el espacio de sus prácticas profesionales pertenecen al mismo campo y están sometidos a la misma autoridad. Ambos forman parte del mismo sistema: el sistema escolar dirigido por el Estado. La formación y el trabajo de los docentes participan del mismo universo cultural, las mismas tradiciones. Esta especie de homología entre formación y trabajo es una característica exclusiva del sistema escolar y en esto se distingue de otros campos de la actividad social, tales como la economía, la salud, etc. Las empresas no controlan la formación de los ingenieros, los administradores o los técnicos; El ministerio de Salud o los hospitales no controlan la formación de médicos y enfermeros. En estos sistemas de producción social la formación y el trabajo constituyen esferas o campos sociales separadao y relativamente autónomos. En cambio, los profesores se forman en el interior del sistema educativo. En este caso no existe una “distancia” entre el espacio de la formación y el del trabajo. Un maestro ingresa al sistema escolar a los 4 o 5 años y permanece en él hasta su jubilación. El médico o el ingeniero viven el problema de la transición entre la etapa de formación y la del trabajo de un modo más intenso. La distancia que los separa puede convertirse la fuente de ciertos desfases o desarticulaciones. De allí la probabilidad de la crítica (“lo que aprendí en la Facultad no me sirve para el trabajo” , o bien “lo que necesito saber para resolver problemas en la empresa o el hospital no me lo enseñaron en la Facultad”, etc.). La distancia social puede generar un distanciamiento vis à vis de la institución escolar, que puede entonces convertirse en objeto de crítica anticipada, es decir, antes del ingreso al mercado de trabajo, cuyas demandas pueden ser de alguna manera percibidas o pronosticadas por los estudiantes. La cultura de las instituciones donde se forman los maestros y la cultura del trabajo docente tienden a ser homogéneas. Las reglas que regulan las prácticas en los espacios de la formación y en los del trabajo tienden a ser las mismas. Por lo tanto el ajuste entre ambos espacios y experiencias tiende a ser no tan problemático como en otras profesiones. Es probable que esta configuración objetiva explique la tendencia a la reproducción de prácticas y modos de hacer las cosas en el interior del sistema escolar. En el campo escolar, la distancia entre teoría y experiencia o práctica no es que no exista, sino que casi siempre termina por resolverse a favor de las prácticas y en desmedro de “la teoría”, la cual tiende a ser vista como pura “verbalización” con escaso o nula capacidad de traducirse en acción. [2]

En cierto sentido, esta larga experiencia en la escuela, que dura prácticamente toda la vida, da lugar a un proceso de socialización exitoso, es decir, que logra influir en forma profunda y duradera sobre la subjetividad de los docentes al reproducir en ellos determinadas categorías de percepción y apreciación, muchas de ellas de larga data. Al mismo tiempo contribuye a construir la base de su integración normativa como cuerpo colectivo.

La unidad y cohesión del magisterio también se ve facilitada por la conciencia generalizada de “pérdida de prestigio y reconocimiento social” y por la percepción de que no están recibiendo las recompensas materiales que corresponde a la inversión escolar que han realizado (que es especialmente alta en ese elevado porcentaje de docentes que tienen más de un titulo y han estudiado carreras universitarias y carreras de formación docente). Por lo tanto las principales tensiones que lo atraviesan como grupo social se manifiestan en las relaciones que mantienen con otros actores sociales (los políticos, los medios de comunicación de masas, etc.) y no en su propio interior (entre docentes jóvenes y adultos, estudiantes y docentes de las normales, entre docentes del sector público y del sector privado, urbanos y rurales, o bien entre docentes de distintas corrientes pedagógicas y/o didácticas, “progresistas” y “conservadores”, etc.).

Para terminar con esta cuestión cabe recordar que, en los oficios prácticos, el conocimiento teórico o codificado es tanto más valorado cuanto más oculto permanece en el desarrollo de la acción. Un ejecutor cualquiera (el maestro en el aula, el artista o el pianista en el escenario, etc.) son tanto más “virtuosos” y valorados cuando en su desempeño se orientan por el conocimiento incorporado, transformado en inclinaciones, intuiciones, predisposiciones, improvisaciones que por libretos, recetas, métodos o partituras (conocimiento codificado). El que actúa “obedeciendo normas” o “reglas” explícitas no es socialmente valorado. Una formación bien lograda (en cualquier campo de actividad (la investigación científica como la enseñanza o la ejecución de un instrumento9 supone una incorporación (literalmente hablando ) de un saber objetivado, codificado y por lo tanto teórico. Por esta razón, una ejecución bien lograda se asocia con una improvisación, con la ejecución de ciertas prácticas en forma “natural” (que no sigue una regla), no calculada y que no obedece a un plan. Pero es obvio que un desempeño de excelencia no tiene nada de natural ni de innato, sino que es el resultado de un largo y complejo proceso donde se mezcla el aprendizaje mediante la experiencia con el que se deriva de una pedagogía determinada y que terminan por confundirse y ocultarse para tomar la forma de práctico de un oficio. En el extremo puede uno encontrarse con ejecutores incapaces de exponer en una clase magistral el saber que usan en forma tan magistral. En estos casos resultaría absurdo pretender medir el conocimiento que emplean aplicándoles exámenes o, en el colmo del absurdo, pidiéndole que respondan a preguntas con respuestas múltiples. El virtuoso tiene un saber, un conocimiento que solo se muestra en la ejecución y no en forma discursiva.

 

  1. El saber codificado: preferencias

 

El peso del conocimiento práctico adquirido a través de la experiencia escolar se manifiesta también cuando se analizan las posiciones que toman los docentes en el campo de las teorías o corrientes educativas y pedagógicas. Un cuestionario aplicado a una muestra nacional representativa de docentes y estudiantes de Institutos de Formación Docente de la Argentina en el año 2009 muestra una gran dispersión en las preferencias de docentes y estudiantes (TENTI FANFANI E. coordinador 2009). En efecto, el autor más citado es Freire, pero se trata de sólo 150 formadores sobre un total de 744 encuestados. El resto declara identificarse con una gran variedad de autores de diversos campos disciplinarios, la mayoría de ellos de la psicología educacional. Esto no debería sorprender, dado que la psicología es la disciplina que más ha contribuido a iluminar y alimentar el desarrollo de las estrategias y técnicas de aprendizaje. De todos modos esta estructura general de preferencias muestra que no hay ni autor ni disciplina dominante en el campo profesional de la docencia. Cuando los docentes mencionan las corrientes teóricas con las que se identifican, el constructivismo y sus diversas expresiones tiende a predominar, incluso sobre la “pedagogía de la liberación” liderada por Paulo Freire. En materia de teorías, sólo la mitad de los docentes encuestados se identificó con alguna corriente. Es probable que los profesionales que no tienen formación pedagógica no se hayan sentido autorizados a responder a una pregunta que no se relaciona con su formación básica. Esta ausencia de “hegemonía teórica” (o atomización de las preferencias en el marco de una adhesión a un “constructivismo genérico”) quizás no sea patrimonio exclusivo del campo profesional docente. En otros campos profesionales y académicos (tanto en el derecho como en las ciencias sociales y humanas, por ejemplo) es probable que ocurra lo mismo. Pero lo que llama la atención entre los formadores es la heterogeneidad disciplinaria (psicología, sociología, didáctica, filosofía, didáctica y teorías del aprendizaje, política y gestión educativa, etc.) extrema de referentes conceptuales que orientan su mirada y sus prácticas. Este plano se “intersecta” con el de la variedad de orientaciones teóricas y epistemológicas implicadas en las corrientes citadas por los docentes encuestados. Por último es preciso evitar las sobreinterpretaciones de los datos arrojados por esa encuesta. Ellos sólo ofrecen pistas y orientaciones generales, cuyo significado específico en la subjetividad y prácticas de los docentes necesita ser analizado mediante otras estrategias analíticas. Es probable también que muchas respuestas tengan sólo el valor de proveer una información genérica en cuanto a los conocimientos efectivamente utilizados por los docentes en su práctica profesional específica. Por lo tanto, es difícil ir más allá en cuanto al significado y las implicaciones que tiene esta configuración de identificaciones en la formación de los futuros profesores, pero no hay dudas que pone en discusión el grado de estructuración de los conocimientos considerados básicos e ineludibles en la formación de los docentes. Cabe señalar que esta dispersión de orientaciones teóricas, epistemológicas y profesionales hace tiempo que constituye un tema en la agenda de reflexión sobre formación docente en el contexto latinoamericano e internacional (OCDE, 2000 y TENTI FANFANI, E. 2008).

 

  1. El profesor como artista ejecutante y su evaluación

Las consideraciones anteriores sobre el conocimiento del docente y su particular modo de aprendizaje nos llevan al análisis de la especificidad del trabajo que realizan cotidianamente en las aulas y las instituciones escolares. Pensar al trabajo docente como una “performance” puede ser de utilidad cuando se quiere comprender su especificidad. Con Paolo Virno (2003) uno podría preguntarse qué tienen en común “el pianista que nos deleita, el bailarín experimentado, el orador persuasivo, el profesor que nunca aburre o el sacerdote que da sermones sugestivos” (pag.45); la respuesta es: la virtud, entendida como el conjunto de capacidades de los artistas ejecutantes. La docencia, entonces es un trabajo de virtuosos y esto al menos por dos razones:

  1. a) es una actividad que se cumple y tiene el propio fin en si misma y
  2. b) es una actividad que exige la presencia y cooperación de otros, es decir, que necesita de un público, el cual nunca es completamente “pasivo”, ya que su cooperación, aunque sea a través de la escucha y la postura corporal, es fundamental para el éxito de la performance.

Por lo tanto es un trabajo sin obra, sin producto: es una performance. Una buena clase no tiene producto inmediato. Según Virno, a falta de productos el virtuoso tiene testigos. La virtud (la calidad del docente) está en la ejecución y en la actuación y no en el producto.

Por lo tanto la enseñanza es una praxis, es decir, una acción que tiene su fin en sí misma, que se manifiesta en su desarrollo. Desde este punto de vista la praxis del docente es como la conducta ética y política y se diferencia de una práctica productiva que termina en la elaboración de un producto determinado y separado del trabajo. En este caso la calidad de la ejecución esta en el producto (es improbable un zapatero que trabaja bien pero produce zapatos defectuosos).

El maestro hace un trabajo donde el producto es inseparable del acto de producir. Es una actividad que se cumple en si misma, sin objetivarse en un resultado inmediato, medible evaluable .

El maestro debe movilizar en su trabajo un conjunto complejo de saberes y competencias, pero uno puede preguntarse ¿cuál es la capacidad estratégica que distingue a los ejecutantes virtuosos? La capacidad comunicativa, responde Virno. La comunicación se convierte en el contenido central de su trabajo. Cabe recordar aquí que la práctica pedagógica, si bien se realiza en una relación de comunicación no es solo eso, ya que, al igual que cualquier interacción social, no transcurre en el vacío y solo puede entenderse si se la sitúa en un espacio social estructurado, “institucionalizado” (por ejemplo el campo escolar). En este sentido, entre otras cosas, es preciso recordar que es una relación de comunicación asimétrica, es decir, caracterizada por una desigualdad: el maestro tiene autoridad (variable) sobre los alumnos. La autoridad pedagógica es un requisito imprescindible para la productividad del trabajo docente. Un maestro que no es reconocido, apreciado, valorado por sus alumnos puede “enseñar”, pero su enseñanza probablemente no se traduzca en aprendizaje. De modo que el discurso del maestro dotado de autoridad está compuesto de enunciados “realizativos” o “performativos”, según la acepción especifica que le dio Austin (1955) a este concepto. En efecto, Austin observa que existen diversos tipos de enunciados lingüísticos. Entre ellos analiza aquellos que él bautiza como “realizativos”. Este es el caso de las frases donde “el acto de expresar la oración es realizar una acción, o parte de ella, acción que a su vez no sería normalmente descripta como consistente en decir algo” (AUSTIN J.L. 1955, pag. 5). El maestro, cuando tiene autoridad, hace cosas con palabras.

Por eso el público (en este caso los alumnos y sus familias) es el evaluador primario del trabajo del docente. Solo ellos están en condiciones de formular un juicio de valor, porque ellos “están allí” donde el maestro ejecuta su acción pedagógica. Virno se pregunta también “cómo se hace para evaluar a un cura, a un experto en publicidad, a un experto en relaciones publicas? Como se hace para calcular la cantidad de fe, de deseo de posesión, de simpatía que ellos son capaces de crear?”. La misma pregunta vale para los profesores: cómo se hace para medir y evaluar la cantidad de pasión, de curiosidad, de creatividad, de sentido critico en relación con el conocimiento y la cultura que es capaz de producir un maestro en sus estudiantes?

El docente de hoy debe ser antes que nada un generador de motivación, interés y pasión por el conocimiento. También debe crear y recrear permanentemente las condiciones de su propia autoridad y reconocimiento. Y qué recursos hay que poseer y emplear para ejecutar esta función y lograr estos estados? Es probable que ellos mismos deban poseer estas cualidades en relación con la cultura y el conocimiento para poder suscitarlos en sus estudiantes. Para ello necesitan tener competencias expresivas, saber, imaginación, capacidad comunicativa. Debe saber movilizar emociones y sentimientos y para ello debe invertir el mismo estas cualidades de su personalidad. Esas cualidades personales, que la burocracia, como modelo fundacional del sistema escolar, buscaba limitar al máximo, resulta que no solo no se dejan controlar, sino que son necesarias para el desempeño de servicios personales como la educación, la saludo y otros semejantes.

  1. Riqueza del trabajo docente y pobreza de las evaluaciones

De esta peculiaridad del trabajo del docente se derivan una serie de consecuencias al momento de decidir qué estrategias emplear para medir la calidad de su trabajo (que no es lo mismo que evaluar al docente, sus conocimientos y capacidades, etc.). Cuando se evalúa el trabajo del docente, es preciso tomar en cuenta las reglas y recursos que el mismo dispone para trabajar, esta es una cuestión relativa al contexto institucional de su trabajo. La evaluación es una preocupación propia del gestor de la educación. Como mecanismo formal no es una preocupación primaria de las organizaciones representativas de los trabajadores de la educación, sino de los políticos y administradores de los sistemas educativos contemporáneos (y de las tecnocracias que operan en muchas agencias nacionales e internacionales que tienen interés en construir la agenda de las políticas educativas nacionales). En muchos casos ellos tienden a considerar al trabajo docente como cualquier trabajo productivo y piensan lo que hace la escuela con el modelo “insumo-proceso-producto”. Por lo tanto creen que el maestro modifican de una materia prima (los alumnos, los cuales pueden ser de “calidad” variable), utilizan una serie de “medios de producción” (objetivados: tecnologías pedagógicas viejas y nuevas, y subjetivados bajo la forma de “saber hacer”) y elaboran un producto: el individuo educado. El producto del trabajo del profesor sería el aprendizaje de los alumnos. Pero es preciso detenerse un momento a reflexionar e incorporar en el análisis por lo menos tres cuestiones básicas:

  1. La primera tiene que ver con el hecho de que es por lo menos difícil pensar la relación entre el trabajo de un docente singular y el aprendizaje de sus alumnos. Por lo general el trabajo de un maestro es posterior y contemporáneo con el trabajo de otros maestros. ¿Cómo hacer entonces para distinguir “el efecto” del trabajo de un docente singular, cuando la experiencia indicas que el trabajo del maestro es un momento particular inscripto en un proceso que se desarrolla en el tiempo y que además es estructuralmente colectivo, existan o no mecanismos de coordinación explícitos y conscientes?
  2. La segunda es que el aprendizaje no depende solo de la performance de los profesores. Se sabe casi desde siempre que lo que un alumno aprende depende de otros factores que los profesores, por lo general, no siempre están en condiciones de controlar. Ya se dijo antes que el público escolar no es un espectador pasivo. El alumno y su familia necesariamente participa en la performance. El efecto de los llamados factores sociales no escolares (capital cultural familiar, aprendizaje extraescolar, etc.) son tan (y a veces más importantes) que los propiamente pedagógicos. ¿Cómo separar entonces lo que se puede imputar a la virtud de los docentes y lo que se debe a otras experiencias extraescolares? Las técnicas estadísticas que se utilizan con mayor frecuencia no permiten medir en términos de “causalidad estructural” (o el efecto de interdependencia) las complejas relaciones entre las “variables de la escuela” y las “variables del alumno”.

 

  1. La tercera cuestión a tener en cuenta en la evaluación es que muchas veces los aprendizajes desarrollados en la escuela solo se manifiestan y valorizan en un momento diferido del tiempo. Hay cosas que se aprenden en el presente y que solo se valoran muchos años después, cuando el aprendiz se inserta en determinados campos de actividad. ¿Cómo distinguir los aprendizajes efímeros de aquellos realmente valiosos, es decir, permanentes? La durabilidad de los aprendizajes debe ser tenida en cuenta al momento de evaluar su calidad. Y esto solo puede hacerse post escuela.

 

En tanto servicio personal que se ejerce con otros y “sobre otros” la enseñanza “es un trabajo difícilmente objetivable, un trabajo cuya ‘producción’ se mide mal” (DUBET F., 2002, pag. 305). Pero además, las evaluaciones que se hacen del trabajo del docente, por más detalladas y exhaustivas que pretendan ser, siempre dejan de lado algún aspecto que es juzgado esencial por los propios protagonistas, los cuales difícilmente se reconozcan en esas evaluaciones. Por lo general esas cosas que no se evalúan tienen que ver con las relaciones cara a cara con los alumnos, con las familias, con el director y los colegas, aspectos que sin duda constituyen un capítulo fundamental de su trabajo. En la cuestión relacional el maestro pone mucho de sí, pone su cuerpo, sus sentimientos y emociones, es decir mucho más que el conocimiento de competencias, técnicas o procedimientos aprendidos. En realidad, cuando se habla de virtuosismo del docente, se hace referencia a estas cualidades que se ponen en juego en la relación con los otros para obtener credibilidad, confianza, para evitar o resolver conflictos, evitar tensiones, etc.

Según esta perspectiva hay que distinguir dos dimensiones en el trabajo docente. Una tiene que ver con el contenido crítico y ético del trabajo; la otra se desprende del contexto organizacional donde el maestro actúa. No hay que olvidar que la performance docente no se despliega en el vacío sino en un contexto organizacional, predominantemente de tipo burocrático, es decir, regulado y jerárquico. Según Dubet, “la yuxtaposición de esta lógica de organización y de un trabajo crítico fuertemente subjetivo participa de una representación de la vida social en la cual los temas individuales y morales parecen separarse de aquellos de la actividad organizada”. La mayoría de los maestros, “están tentados a oponer el calor y la singularidad de su experiencia en el trabajo a la objetividad anónima de las organizaciones que enmarcan su actividad” (DUBET F., 2002, pag. 306).

Si el trabajo del docente es estructuralmente complejo de “medir”, más difícil y cuestionable es hacerlo en un momento determinado del tiempo y usando solo un instrumento de “medición”. En todo caso, los aprendizajes de los alumnos al finalizar un año escolar pueden servir como un indicador, extremadamente incompleto, para medir la virtud del docente ejecutante. Es probable que haya que diversificar la evaluación del producto al mismo tiempo que buscar estrategias que tomen en cuenta la calidad de la ejecución. Aquí nuevamente hay que decidir quiénes están en condiciones de opinar sobre la misma. Lo que es cierto es que en este caso, los alumnos y sus familias tienen ventajas ciertas con respecto a los gestores y políticos de la educación.

Un indicador de la complejidad que plantea la evaluación de los docentes es el hecho de que en casi todas partes este es un tema extremadamente conflictivo y acerca del cual existe poco consenso. En muchos países que se destacan por la calidad de sus sistemas educativos (Finlandia es un caso ejemplar) no existe ninguna evaluación formal de los docentes.

En síntesis, los alumnos, los propios docentes y las familias (en el caso de los maestros de primaria) lo general no se equivocan cuando distinguen a un buen profesor de un mal profesor. Sin embargo esta “evaluación”, por ser informal, produce un capital de prestigio que, al no estar objetivado e institucionalizado no produce consecuencias mayores sobre la carrera de los docentes (asignación de funciones jerárquicas, salarios, etc.).

Cabe destacar que el problema se plantea cuando los sistemas educativos, al privilegiar la expansión de la escolarización sin invertir lo necesario en la formación de los docentes ni en salarios y condiciones de trabajo han contribuido primero a la decadencia del oficio para luego denunciar “la baja calidad de la docencia”. Quizás una adecuada comprensión del proceso que llevó a esta situación permitiría ver que en muchos casos los profesores también fueron víctimas de un proceso que en gran parte los trasciende. Si se parte de esta hipótesis, más que gastar en evaluar a los docentes en ejercicio (para hacerlos merecedores de una condena pública, como se hizo en el Perú durante el gobierno del presidente Alan García) habría que mejorar sustantivamente la formación de los docentes y sus condiciones de trabajo y remuneración en vez que gastar en evaluaciones (y políticas remediales “de perfeccionamiento”) que tienen por objeto condenar a las victimas ante la sociedad, ocultando así las responsabilidades históricas de la clase política en la degradación del oficio de docente.

Pero más allá de esta discusión es evidente que en la mayoría de los países existe una distancia entre la realidad del trabajo cotidiano de los docentes en las aulas y el discurso oficial de las políticas educativas que formalmente busca adaptar la educación a las nuevas condiciones y exigencias, muchas veces contradictorias, que se generan en las dimensiones económicas, sociales y culturales de la sociedad contemporánea.

Para evaluar hay que estandarizar, porque cuando se evalúa a un colectivo se lo quiere clasificar y jerarquizar. Para ello hay que reducir diferencias (otro nombre de la estandarización, que la emparenta con la burocracia[3]. Toda estandarización supone una decisión arbitraria, una selección y una exclusión de factores y características. Esta operación técnica acarrea siempre un empobrecimiento.

Por lo tanto no es fácil estandarizar el trabajo docente, como no se pueden estandarizar a los alumnos, que poseen múltiples cualidades y son cada vez más diferentes (por ejemplo, el mejor en matemáticas puede ser –y muchas veces lo es- el peor en la cancha de fútbol) y que además reivindican sus diferencias y particularidades. Por lo tanto tampoco pueden estandarizarse las situaciones profesionales o los problemas que tienen que resolver los docentes en las aulas. Estos son cada vez más diversificados y cambian en forma cada vez más acelerada e imprevisible[4]. En estos casos, el virtuosismo del docente, es decir su capacidad de definir problemas y elaborar estrategias a partir de conocimientos generales poderosos es un recurso cada vez más necesario. En estas circunstancias es sumamente difícil comparar y evaluar el conocimiento que realmente usan los docentes. Del mismo modo es cada vez más difícil comparar situaciones profesionales. Basta un ejemplo. Se dice, con razón, que una de las competencias y desafíos que deben resolver los docentes son las situaciones de conflicto (entre colegas, con las autoridades, con los alumnos, entre alumnos, entre familias, etc.). Pero cada situación conflictiva tiene una identidad y una complejidad particular que la vuelve incomparable con otras. Resulta difícil hacer un ranking de docentes según su capacidad de resolver conflictos, porque estos son incomparables.

En una crítica a la evaluación docente por “resultados” de aprendizaje, Claude Lessard (2004, pag. 101) sintetiza que es posible y legítimo exigir resultados predefinidos de aprendizaje siempre y cuando se den las siguientes condiciones:

“a) que el problema a resolver sea puramente técnico, que las finalidades de la acción sean perfectamente claras y que los profesionales no tengan otra tarea que la de buscar los mejores medios para obtener objetivos claros”. Demás está decir que el sistema escolar es multifuncional y que el docente ocupa gran parte de su tiempo para resolver problemas que no tienen nada de técnico o racional en sentido estricto y tienen que ver con la riqueza y diversidad de lo humano, en todas sus dimensiones (emocionales, éticos, etc.);

“b) que la acción de los profesionales solo dependa marginalmente de la cooperación de la movilización de personas o grupos independientes de la organización que los autoriza”. Ya vimos antes que la performance docente depende tanto de la participación de los “beneficiarios” como del virtuosismo docente;

“c) que el estado de los saberes científicos y profesionales haga posible una acción eficiente en la mayoría de las situaciones enfrentadas”. La ausencia de consenso acerca de un zócalo común de conocimientos pedagógicos del docente conspira contra esta condición;

“d) que las situaciones que enfrentan los profesionales del mismo nivel de calificación sean, si no idénticas, por lo menos relativamente comparables”. Es aquí donde se impone la estandarización (de resultados de aprendizaje, por ejemplo), con todos los efectos de reduccionismo que le son contemporáneos. Debería resultar obvio que esta condición es menos probable que esté presente en sociedades desiguales y diferenciadas.

  1. Evaluación y responsabilización.

En términos esquemáticos se podría decir que existen dos “teorías” implícitas de la acción social detrás de las propuestas y políticas de evaluación docente que tienden a proliferar en varios países de América Latina. En primer lugar tenemos la perspectiva idealista de la acción social, que considera al agente como sujeto de la práctica y lo vuelve responsable de lo que hace. Desde este paradigma se supone que la práctica del docente es el resultado de su voluntad e intencionalidad consciente. Él sabe lo que hace y porqué lo hace, por lo tanto es un actor responsable y puede (y debe) rendir cuentas de lo que hace, por eso se lo evalúa.

En cambio, si se mira la práctica desde una perspectiva estructuralista, el desempeño del docente depende no solo de sus conocimientos, predisposiciones y valores, sino que en su práctica debe necesariamente movilizar reglas y recursos de diverso tipo. En este caso no tiene mucho sentido hacerlo completamente responsable de lo que hace. En América Latina existe una desigualdad creciente entre instituciones escolares. El mismo docente en una institución “rica” (en recursos, regulaciones, identidad, cohesión, etc.) hace cosas distintas de las que haría en una institución “pobre”. Dada esta diversidad, hay que ser cuidadoso al momento de pretender evaluar (y premiar) el desempeño docente y sus supuestos “productos” (los aprendizajes de sus alumnos) porque el maestro no actúa en el “vacío social”.

La experiencia indica que por lo general somos “estructuralistas” cuando explicamos nuestros fracasos y somos idealistas al justificar nuestros éxitos. En el primer caso enfatizamos los determinantes estructurales que nos “obligan a hacer lo que hacemos” o que “nos impide actuar de otra manera, aunque lo quisiéramos”. En el segundo, imputamos a nuestra intencionalidad, a nuestra estrategia y a nuestras propias aptitudes los resultados de nuestro actuar.

Cuando nos referimos a los otros, tendemos a responsabilizarlos de sus acciones, en especial cuando se trata de nuestros subordinados. Los ministros de educación tienden a responsabilizar a los maestros por los malos resultados de aprendizaje, pero tienden a explicar sus propios fracasos por factores estructurales que ellos no están en condiciones de controlar.

 

Bibliografía citada

AUSTIN J.L. (1955); Cómo hacer cosas con palabras. Edición electrónica de

www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. http://www.seminariodefilosofiadelderecho.com/BIBLIOTECA/A/austincomohacercosasconpalabras.pdf

BOLTANSKI L. et CHIAPELLO E. (1999); Le nouvel esprit du capitalisme. Gallimard, Paris.

BOURDIEU P. (2980); Le sens pratique. Les Éditions de Minuit. Paris-

TENTI FANFANI E. (2009); Estudiantes y profesores de los IFD. Opiniones, valoraciones y POLANYI, Karl (1990); Conoscenza personale. Rusconi, Milano.

POLANYI, Karl (1988) Conoscere ed essere. Armando Roma.

POLANYI, Karl (1990); Conoscenza personale. Rusconi, Milano

LESSARD C. (2004); Conclusiopn synthése. En: LESSARD C. et MEIRIEU P (dir.).; L’obligation de résultats en éducation. Les Presses de l’Université Laval. Québec

WEBER M. (1983); Economía y sociedad. Fondo de Cultura Económica. México DF.

[1] Profesor titular por concurso e investigador principal del CONICET en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.

[2] No es el lugar aquí para discutir el concepto de teoría que tiende a circular en el campo del debate pedagógico. Por lo general se tiende a concebir a la teoría como “conocimiento hecho” y hecho para ser enseñado (mientras que la metodología sería una especie de arte de inventar conocimientos) En verdad, la teoría es instrumento, es el lenguaje que utilizamos para hablar de las cosas. La teoría es un punto de vista. En este sentido, todos los agentes sociales tienen una teoría. No es exterior al objeto que nos interesa estudiar (no es un “marco” como se dice vulgarmente) sino que construye al problema mismo de investigación. En otros casos se califica de teoría a un procedimiento codificado cuyo destino es ser “aplicado” en la práctica. Por eso tiende a juzgarse a una teoría por su utilidad y no por su valor de verdad.

[3] Cabe recordar aquí que según Max Weber, la burocracia favorece la toma de decisiones impersonales (“sin acepción de personas”). Por su parte, el dominio de “reglas previsibles” se guía por el principio sine ira ac studio, “Su peculiaridad específica –escribe Weber-, tan bienvenida para el capitalismo, la desarrolla en tanto mayor grado cuando más se ‘deshumaniza”, cuanto más completamente alcanza las peculiaridades especificas que le son contadas como virtudes: la eliminación del amor, del odio y de todos los elementos sensibles puramente personales, de todos los elementos irracionales que se sustraen al cálculo” (WEBER M. Pag. 732). La burocracia, en tanto que gobierno de la regla, tiende a regularizar, a la estandarización a abominar de lo particular, del “caso por caso”. Por eso resulta contradictorio que por una parte se insista en desburocratizar el trabajo del docente (misión estructuralmente imposible de llevar al extremo en los oficios que se desarrollan en interacciones intensas y cara a cara con otros) y al mismo tiempo se hable de estandarización, estándares, evaluación, categorizaciones, etc. Cabe consignar aquí que las organizaciones capitalistas post-burocráticas no se ocupan tanto de controlar las emociones y los afectos, sino de canalizarlos, orientarlos y utilizarlos productivamente (BOLTANSKI L. y CHIAPELLO E. 1999).

[4] En efecto, una de las particularidades de esta actividad, que contribuye a su complejidad es que le cambian en forma acelerada los problemas que tiene que resolver: cambia el conocimiento, las tecnologías de la comunicación, las configuraciones culturales de las nuevas generaciones, etc.

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