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La reforma educativa: el fin de un prejuicio

La reforma tuvo, como eje fundamental en su diseño, un supuesto: la fuente, si no única, sí la más importante de los problemas educativos en México, era el magisterio. Al ser concebidos como causa, la acusación simplificadora fue inmediata: los profesores y las maestras en el país, desde preescolar al nivel medio superior, estaban mal preparados. Inculpados sin miramientos, ni matiz, como un gremio repleto de flojos, violentos, ignorantes y desobligados, el (también) único remedio era evaluarlos: “el corazón de la reforma es la evaluación”. Ha sido de tal manera central este prejuicio, que ha generado lo propio e inevitable: perjuicios. Sobre todo, la estigmatización de las y los docentes y, derivado de ello, su ubicación en el proceso como objetos, cosas a reformar, y no como sujetos, socios indispensables, en la transformación que sin duda requiere el acceso al conocimiento en el país.

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Evaluar para mejorar

La reforma educativa tiene siete prioridades y la tercera es el desarrollo profesional docente. El objetivo de esta prioridad es formar y seleccionar a los mejores maestros, al tiempo que les brindamos certeza laboral, incentivos salariales y oportunidades de desarrollo. De esta manera, nuestro sistema educativo podrá transitar de uno opaco, arbitrario e injusto a uno que privilegia la dedicación personal y el esfuerzo profesional.

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