Por Rosalina Zeferino
Por más leyes, protocolos o campañas que se desplieguen, la violencia contra las mujeres sigue siendo una herida abierta en nuestras sociedades. Y aunque todos esos esfuerzos son indispensables, hay un terreno que con demasiada frecuencia queda relegado a un segundo plano: la educación.
No hablo solo de reformar currículos o sumar talleres puntuales en las escuelas, sino de una transformación pedagógica y cultural capaz de desarmar las raíces mismas del machismo.
La violencia no nace en el momento del golpe; nace mucho antes, en los silencios, en los estereotipos que se repiten, en las frases que se normalizan, en la desigual valoración de hombres y mujeres.
Por eso la educación es el arma más poderosa: porque interviene en ese “antes”, en el imaginario que determina qué se considera normal, aceptable o inevitable.
Tara Westover lo sintetiza con fuerza en su libro “Una educación”. Esa frase, tan breve como contundente, describe la opresión que surge cuando una persona —especialmente una mujer— crece sin acceso al conocimiento y sin herramientas para cuestionar las versiones que otros imponen sobre su identidad y su destino. La violencia, en muchos hogares, empieza así: cuando la voz propia se apaga antes de poder formarse.
Educar para la igualdad significa enseñar a niñas y niños que el respeto no se negocia; que los cuerpos, los deseos y los proyectos de vida no se imponen; que nadie es propiedad de nadie. Significa revisar la manera en que los libros representan a las mujeres, cuestionar los roles que se inculcan en casa, asumir que la violencia simbólica también construye las condiciones para la violencia física.
Pero la educación que necesitamos no es solo escolar. Es también la educación afectiva que se da en el hogar, el mensaje que transmiten los medios, la forma en que las redes sociales moldean percepciones. Cuando un niño crece escuchando bromas misóginas sin que nadie las confronte, aprende algo. Cuando una adolescente ve que sus compañeras son juzgadas por su ropa más que por sus talentos, aprende algo. Cuando se normaliza que los hombres “controlen” a sus parejas, se aprende algo. La pregunta es: ¿qué queremos que aprendan?
Erradicar la violencia contra las mujeres exige un compromiso intergeneracional. Los centros educativos deben incorporar la perspectiva de género de manera transversal y no como contenido accesorio. Las maestras y maestros debenformarse para detectar señales de violencia y para acompañar procesos que cuestionen los modelos tradicionales.
Y las instituciones tienen que proteger esa educación de los vaivenes ideológicos que, en nombre de la “neutralidad”, pretenden borrar la desigualdad estructural que viven millones de mujeres.
La educación no ofrece resultados inmediatos, y quizá por eso se le subestima. Pero es la única herramienta capaz de producir un cambio permanente. Las leyes norman, regulan, sancionan; la educación transforma. Y mientras no transformemos la forma en que pensamos y convivimos, seguiremos abordando la violencia solo cuando ya estalló, demasiado tarde para tantas vidas rotas.
Invertir en educación con perspectiva de género no es un lujo ni una moda: es una obligación ética. Porque cada sociedad tiene la responsabilidad de garantizar que sus niñas crezcan sin miedo y que sus niños aprendan a relacionarse sin violencia. La verdadera revolución contra la violencia empieza en el aula, en el hogar y en cada conversación que se atreve a cuestionar lo que siempre se dio por sentado.
La educación no es solo la mejor vía para erradicar la violencia contra las mujeres: es la única que la desarma desde la raíz.
ROSALIA ZEFERINO SALGADO
Asesora en Comunicación Estratégica
e Imagen Pública

