Frente a lo que vimos, ante la cara de pavor resignado cuando el ultraje sucedía, nuestro idioma tiene una palabra breve y poderosa: no. Es preciso decirlo con toda la fuerza que implica rechazar lo que esos hechos significan: no, de ninguna manera. Hacer escarnio de las y los profesores en Comitán, arrancándoles con el cabello su integridad, imponiendo el castigo de hacerlos andar descalzos, lastimando sus pies, y marcarlos con leyendas amarradas a sus cuerpos es, sin más, inaceptable. Se impone repetir cuantas veces sea necesario: no, así no y nunca. Escarnio significa “burla cruel cuya [nalidad es humillar o despreciar a alguien”. Otra acepción es “mofa cruel y humillante”. Rechazar que ocurra y advertir el pozo de oprobio del que abreva, y el signo que implica, se impone porque sí, como imperativo: no, a nadie y jamás.
La raíz de la crítica argumentada, de la oposición dentro del marco legal y democrático a una política pública, para ser legítima tiene, como condición inescapable, fincarse en una perspectiva ética que rechace la violencia.
En el caso de la reforma educativa en curso, este compromiso de adhesión a los valores ciudadanos y el respeto por los otros es, si acaso cabe, incluso más necesario, porque la piedra angular que la generó, y sostiene su lógica de fondo, ha sido y es la afrenta: se trata de una política cimentada en el prejuicio generalizado sobre el magisterio y la simplificación del problema educativo.
Al recurrir de nuevo al diccionario, por afrenta se entiende “al hecho o insulto que ofende grandemente a una persona por atentar contra su dignidad, su honor y su credibilidad”. Ese fue el sustrato del que derivaron tanto la orientación como las acciones de la reforma en curso. Se partió de la sospecha y no fue extraño escuchar el despropósito que la evaluación era el corazón de la reforma, no la educación. Con base en la constante erosión de la credibilidad de todo el magisterio, y la reducción de las falencias educativas a su exclusiva o principal responsabilidad, estigmatizados, fueron concebidos como cosas, operadores sin palabra, mudos, carentes de parecer sobre su oficio a los que había que transformar: insumos. Trancazo directo a la dignidad y el honor de más de 1 millón de personas.
De ninguna manera, por ello, se sigue la menor justificación de lo ocurrido en Comitán. Al contrario: en rechazo radical a la relación simétrica y estéril de la afrenta y el escarnio, en la lógica polarizada que impide el diálogo, es menester la denuncia a la arbitrariedad y los errores en las leyes impuestas, reclamar el vacío de cualquier propuesta educativa seria, o criticar el recurso a la amenaza para conseguir que miles se sometan a la evaluación, entre otras cosas, se lleve a cabo desde otra catadura ética: la de la discusión fundada aunque sea ríspida, la discrepancia ruda si se quiere, pero no el descalabro ni el desprecio.
Desde la terraza de la Casa Blanca. Sin parar mientes en la elección de un fiscal a modo para el caso. A partir de un sistema de desfalco a la nación sin precedentes. Al ignorar el reclamo de participación del magisterio en la reforma necesaria y declarar que “no hay más ruta que la nuestra” no se cuenta, ni de lejos, con lo indispensable para promover ni conducir una reforma educativa.
Por eso importa rechazar tanto el escarnio en Comitán, sin prejuzgar quién lo cometió (tarea de la autoridad), como el recurso a la fuerza pública y el miedo con el objetivo de simular una victoria hueca sin impacto en el aula. Con base en el valor y el poder de los argumentos hay que abrirnos al diálogo, a la defensa de lo que creemos sin cancelar la posibilidad de que otro punto de vista nos confronte. Eso es el proyecto central de un país educado: el horizonte ausente en la reforma actual. No más.
Twitter: @manuelgilantón
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.