El domingo próximo celebraremos —con bombo y platillos, por supuesto— el centenario de la promulgación de la Carta Magna. De un texto sencillo, el artículo 3 pasó a un tenor abigarrado donde se plantean principios y procedimientos, se finca el centralismo y no está exento de demagogia. El primero de los cuatro párrafos fundacionales de 1917 estableció dos principios: libertad y laicismo.
“La enseñanza es libre, pero será laica la que se dé en los establecimientos oficiales de educación, lo mismo que la enseñanza primaria, elemental y superior que se imparta en los establecimientos particulares”. Los otros tres enunciados sentaron las bases del Estado educador.
La política práctica relegó la idea de la enseñanza libre —herencia de la Constitución de 1857— y entronó una versión jacobina del laicismo, antirreligioso y anticlerical. Postulados que se acentuaron con la primera modificación al artículo 3, en 1934. El Congreso federal institucionalizó la consigna de la educación socialista, que desterró a la instrucción libre y laica; la sustituyó por el “concepto racional y exacto del Universo y de la vida social”.
Esa reforma acentuó el ímpetu antirreligioso y el centralismo; también amplió las bases del Estado educador, pero fue de corta duración. Su vigencia concluyó años antes de la enmienda de 1946. Ésta le impuso un encargo (hoy diríamos misión) trascendente: “La educación que imparta el Estado tenderá a desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano”. Fue una fórmula inspirada en los escritos de John Dewey que, al mismo tiempo, zanjaba el debate acerca de la “educación integral” que pregonaba la Iglesia católica.
Esa reforma profunda implantó principios que persisten. La educación será democrática y fomentará el amor a la patria; asienta la independencia, la solidaridad y la cultura nacional como valores; asimismo, refrenda la libertad de creencias. En cierta forma, reivindica, sin insertar la palabra, una concepción prudencial del laicismo, despojado de tonos jacobinos. No obstante, ratifica que el criterio que guiará a la educación oficial “se mantendrá por completo ajeno a cualquier doctrina religiosa y… luchará contra la ignorancia y sus efectos, la servidumbre, los fanatismos y los prejuicios”.
La reforma de 1993 trajo de nuevo el laicismo al texto constitucional, instituyó el derecho a la educación, amplió la obligatoriedad a la secundaria y, en concordancia con la reforma al artículo 130, suprimió la prohibición de que los sacerdotes impartieran clases en el sector privado. Fortaleció el centralismo y, tras haber descentralizado la administración escolar a los estados, encumbró al Estado educador: “El Ejecutivo Federal determinará los planes y programas de estudio de la educación preescolar, primaria, secundaria y normal para toda la República”.
Los dos gobiernos del Partido Acción Nacional sucumbieron a las presiones del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y en sus reformas se estableció la obligatoriedad del preescolar y la enseñanza media. Si en 100 años no pudimos universalizar la primaria, no venía al caso agregar más años de estudio.
La reforma de 2013 elevó el mérito —aunque la palabra no aparezca escrita— a fundamento comparable con otros valores como justicia, libertad y democracia. También introdujo el principio de rendición de cuentas, pero nada más para el magisterio, no tanto para la burocracia.
En esta reforma el tono demagógico es palmario: “El Estado garantizará la calidad en la educación obligatoria de manera que los materiales y métodos educativos, la organización escolar, la infraestructura educativa y la idoneidad de los docentes y los directivos garanticen el máximo logro de aprendizaje de los educandos”.
La redacción supone que si se conjuntan los elementos físicos (infraestructura), prácticos (organización de las escuelas), pedagógicos (materiales y métodos) y personales (idoneidad de maestros y administradores), el Estado garantizará la calidad de la educación. Esta redacción confusa —dos voces del verbo garantizar en una oración— reduce el concepto de calidad al logro e introduce con calzador la noción de aprendizaje. No hay manera de que el Estado garantice educación de calidad ni forma de hacer de ese postulado un derecho “exigible”.
El texto tiene fallas —y graves—, pero los principios son defendibles. Conforman una invitación a articular un dispositivo para luchar por un proyecto de educación democrático y equitativo.