Autonomía y rendición de cuentas. Una revisión histórica/ III
- Roberto Rodríguez
- 8 julio, 2019
- Opinión
- Roberto Rodríguez
Los años en que estuvo vigente la segunda ley orgánica de la Universidad Nacional (1933 a 1945), aquella que establecía su separación del gobierno federal, se caracterizaron por la precariedad económica y el conflicto interno. Los términos de la autonomía, así como la postura gubernamental de marginar a la Universidad de las decisiones educativas del Estado, abrieron espacio para la actuación de fuerzas interesadas en controlar la institución. Además de los debates ideológicos de la época —la confrontación entre nacionalistas, socialistas, liberales y fascistas— en la Universidad encontraron refugio y ámbito de expresión actores y grupos opuestos al régimen revolucionario.
La etapa se inicia con la elección de Manuel Gómez Morín (1933-1934) como rector. Duró menos de dos años. Pese a sus esfuerzos por sacar adelante la institución, la crisis imperaba. Al inicio del gobierno de Cárdenas (1934-1940), la tensión Universidad-Estado se recrudeció, principalmente por la negativa de alinear la secundaria y el bachillerato universitarios a los programas de orientación socialista. El gobierno se negó a restituir el subsidio a menos que se produjera un acercamiento hacia la política educativa oficial. El conflicto desembocó en la renuncia del rector Fernando Ocaranza Carmona (1934-1935) junto con la mayoría de los consejeros universitarios. Varios, por cierto, seguirían a Gómez Morín en la creación de un partido de oposición al régimen.
La reconciliación entre el Estado y la Universidad fue gradual y se apoyó en la elección de autoridades universitarias afines al proyecto del régimen: Luis Chico Goerne (1935-1938), Gustavo Baz Prada (1938-1940) y Mario de la Cueva (1940-1942). La Universidad respaldó la política de establecer el servicio social como requisito para el título profesional, apoyó la expropiación petrolera, brindó facilidades para incorporar académicos del exilio español, y llevó a cabo proyectos de investigación aplicada en temas de interés del régimen. En 1938 Cárdenas presentó la iniciativa de crear un fondo federal especial para apoyar económicamente a las universidades del país, incluso a la Universidad Nacional, con lo que el subsidio público comenzó a fluir de nueva cuenta.
Ello no fue suficiente, sin embargo, para atemperar los conflictos en la institución. Ideológicamente polarizada, objeto de interés de grupos profesionales y políticos y con una estructura frágil de gobierno interior, la Universidad vivió sus horas más bajas. En 1944, en el gobierno de Miguel Ávila Camacho (1940-1946), fue necesaria la intervención presidencial para disolver la disputa en torno al reconocimiento del rector en turno. Ávila Camacho respaldó a un grupo de universitarios afines al gobierno y propuso suscribir una nueva ley orgánica universitaria, siempre y cuando se pusieran de acuerdo los grupos académicos en su contenido.
El resultado fue exitoso, aunque no exento de fricciones y pugnas. Implicó la elección de un Congreso Constituyente Universitario que se encargó de deliberar y aprobar dos instrumentos: un proyecto de ley orgánica y otro de estatuto universitario. Al concluirse el primero se le entregó al presidente, quien cumplió su compromiso de trasladarlo al Congreso sin modificaciones. Al finalizar 1944 las cámaras aprobaron nueva ley y fue promulgada en enero del año siguiente.
A diferencia de las autonomías de 1929 y 1933, la de 1945 fue un producto universitario. No es de extrañar, por ello, que las obligaciones de rendición de cuentas, que habían desaparecido en 1933, se enfocaran ahora hacia el ámbito del gobierno universitario. La norma aprobada incluyó, entre las atribuciones del Patronato, la de presentar un balance de cuentas revisado por un contador público independiente, previamente designado por el Consejo Universitario (Artículo 10, fracción III) y la designación de un “contralor o auditor interno de la Universidad que tendrá a su cargo preparar la cuenta anual y rendir mensualmente al Patronato un informe de la marcha de los asuntos económicos de la Universidad” (ídem, fracción V). En el Estatuto General de 1945 se precisó que el contador público previsto en la ley orgánica podría “nombrar un auditor de su confianza para el desempeño de sus trabajos.” (Artículo 69, vigente). Que el órgano colegiado de gobierno (el Consejo Universitario) fuera el receptor exclusivo de las cuentas universitarias duraría como tal hasta finales del siglo pasado.
¿Y el resto de las instituciones de educación superior del país? Primero, había muy pocas (Michoacán, San Luis Potosí, Guadalajara, Yucatán, Nuevo León, Veracruz, Sinaloa, Sonora y Guanajuato), y de ellas solo la UASLP era autónoma. Al recibir principalmente subsidio estatal, sus obligaciones de supervisión financiera y revisión del gasto ejercido correspondían a los órganos auditores de los estados. En cambio, las instituciones federales de reciente creación, el Politécnico Nacional y los institutos tecnológicos regionales, estaban obligados a rendir cuentas ante la Contaduría Mayor de Hacienda.
Más de medio siglo habría de durar el periodo de supervisión suave de los órganos de Estado sobre las finanzas universitarias. Todo habría de cambiar a partir del 2000, con la creación de la Auditoría Superior de la Federación y los mecanismos de transparencia, auditoría y control interno de los últimos años. Sobre ello el próximo capítulo.