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¿Dónde aterrizan?

MAESTROS AVIADORES

Aviadores: dícese, en México, a las personas que asisten a cobrar, el día indicado y con puntualidad inglesa, por un trabajo que no realizan. Desde que se dieron a conocer los resultados del Censo sobre la educación básica en el país, tal denominación ha sido repetida sin cesar. Reincido. Es impecable el término, pues se opone a los que, a ras de suelo, laboran en escuelas y andan entre pupitres (cuando hay) todos los días. Vuelan, no caminan ni se llenan las manos de gis. Se cuentan por millares. Con los sistemas de pago bancario, ya no suele haber filas y eso los oculta sin que desaparezcan. Quizá por ello los pilotos de antaño, que eran visibles al aterrizar para recoger el cheque, se han transformado en fantasmas.

Hay un problema con el término. Se aplica, con razón, al que percibe un sueldo sin desquitarlo. Fulano de tal “es” un aviador. Pero sin ahondar en el asunto, se escapa la mitad del problema: ¿quién hizo la pista, o construyó el enorme aeropuerto, donde descienden y estafan? Tengo para mí que no hay la posibilidad de ningún aviador sin la existencia de torres de control, radar y permiso oficial para operar.

Si la plaza es al fantasma lo que el avión al piloto, otro truhán lo hace posible: alguien —una autoridad sin duda alguna— otorgó el aparato, la licencia respectiva y aseguró la estela de cemento o tierra aplanada desde donde despega y hace tierra luego. Sin la complicidad del facultado para otorgar aviones, matrículas, licencias y uniformes, los aviadores no son viables. Lo pudo hacer de manera directa —la SEP federal o sus siamesas estatales— o a través de interpósita instancia gremial. Sin embargo, la Secretaría de Hacienda central, o las gemelas en las entidades, no respaldan plazas directamente a los sindicatos. Es preciso el memorándum, disfraz de la impunidad, de los responsables de la educación en los distintos niveles. Ha ocurrido durante décadas.

“Miles de dizque maestros cobran sin dar clases”. “Se requiere una limpia de profesores fantasma”. “Cómo habrá enseñanza de valores si muchos docentes roban dinero público”. Es notable que el responsable sea, para muchos expertos, no más el que cobra, sin advertir la relación con quien paga. Un enorme grupo de funcionarios ha otorgado dinero público a raudales sin sustento educativo. ¿Qué paga con ello? No dar clases, ni supervisar escuelas o atender aspectos pedagógicos; lo que retribuye es algo no menor o baladí a sus intereses: favores políticos; alianzas en el costoso esfuerzo de trepar o permanecer en el puesto; control de grupos para conservar la paz bajo amenaza, o remover las aguas a un enemigo que se menea.

Cada plaza inexplicable es perfectamente entendible: tiene fecha de obtención, lo cual conduce a ubicar un periodo determinado en que fue responsable de distribuir sitios de trabajo una persona que, igual que el aviador, ostenta nombre y apellido. En realidad, no hay fantasmas: abundan ciegos, y de los peores, porque no quieren ver.

Si tanto peca el que mata a la vaca como el que le detiene la pata, todo aviador está conectado con un empresario aéreo: construyó la (su) terminal con dinero público. ¿Es necesario terminar con la plaga de los aviadores? Por supuesto. ¿Basta con ello? No. La transparencia actual, aunque cale lo que vemos, es inédita. Bienvenida. No tiene sentido sin rendición de cuentas a tres bandas: pilotos, gerentes de aerolínea y diableros.

¿Habrá denuncias penales, y condenas serias, contra secretarios de Educación indolentes, líderes sindicales coludidos y gobernadores rapaces? Robaron. Mientras, en hartas escuelas, el requisito de ingreso de los alumnos a clases es llevar, cada día, dos cubetas de agua para los baños. Cuando hay… O una silla que hará las veces del pupitre. Sin consecuencias, tendremos Censo, pero no vergüenza.

mgil@colmex.mx

Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México

Publicado en El Universal

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