La profesora Delfina: educación y meritocracia (Parte II)
- Pluma invitada
- 2 marzo, 2021
- Opinión
- Miguel Ángel Rodríguez
Miguel Ángel Rodríguez
Para Meztli: por la consumación de la profecía
La profesora Delfina Gómez Álvarez no dejó escapar la oportunidad, en su toma de protesta como secretaria de educación pública, el pasado 15 de febrero, para enfatizar el orgullo de ser docente y, después de hacer un breve memorial de agravios del periodo neoliberal, en el que la educación pasó de las manos de filósofos, pedagogos y poetas, a las manos de la oscura burocracia meritocrática, jerarquizó como primera acción de su política educativa la reivindicación de un trato digno para los docentes.
Me pregunto aquí, luego de exponer en resumen muy apretado los límites filosóficos y políticos del concepto del mérito: ¿cómo se relaciona el ideal meritocrático con la dignidad del magisterio?
Para tratar de dar respuesta sigo, casi en todo momento, el debate abierto por La tiranía del mérito de Michael Sandel (Debate, 2020), quien, aunque se concentra en los Estados Unidos, ofrece posibilidades interpretativas muy fecundas para la investigación del funcionamiento de la meritocracia en el sistema educativo nacional.
Las vivencias de la profesora Delfina en el sistema educativo nacional se vuelven testimonios de vida cuando apunta que ”…hemos visto cómo la SEP perdía su alma y su esencia (…) y muchos de nosotros vivimos o fuimos testigos de abusos, simulaciones, desvíos y negligencia. En suma, de la corrupción en nuestra noble secretaría.” ¿Quién opondría argumentos legítimos y válidos, digamos, para refutar ese juicio histórico?, ¿quién entre los profesores del país no ha sentido el trato burocrático prepotente, abusivo, negligente y corrupto en los laberintos de alguna secretaría de educación pública de los estados?
Es el retrato del funcionamiento de la burocracia meritocrática mexican style.
Pienso en lo próximo. En el retablo angelical que Mario Marín Torres y Rafael Moreno Valle, ambos señores de alta justicia, tallaron en la secretaría de educación pública de Puebla. La corrupción, los excesos, los abusos y la persecución laboral fueron moneda de curso legal. Era la impotencia magisterial frente al monstruoso Leviatán.
La prensa local publicó datos precisos sobre las miles de plazas y montos millonarios que fueron desviados de la educación pública para promover la carrera de ascenso, hacia el éxito, de ambos gobernadores –los dos con ambiciones presidenciales. Ya he dado cuenta suficiente de las andanzas del secretario de educación pública de Puebla, Darío Carmona García, amigo personalísimo de Mario Marín Torres y del desfile de modas en que se convirtió la dependencia con los seis secretarios de educación pública de Rafael Moreno Valle.
¿Para qué continuar?
Las palabras de la nueva secretaria cayeron como ácido sobre el pasado reciente. Lo que escuchamos no fue un discurso académico, cuidadosamente conceptualizado. No, lo que nos dijo fue sencillo y descarnado, estamos frente a una maquinaria corrupta, automatizada y manipulada. Y los contenidos de los aprendizajes obedecen casi exclusivamente a los dictados globales de la competencia y la productividad: “al ambiente neoliberal”.
Detrás del clima de desprecio contra el magisterio nacional, difundido sistemáticamente, con saña clasista, por los medios electrónicos de comunicación masiva, a solicitud de un sector de la cúpula empresarial (Mexicanos Primero A.C.), no es difícil distinguir los ojos amarillos del ímpetu meritocrático. Y con Sandel me interrogo: ¿en qué momento un ideal tan noble como el mérito se convirtió en un movimiento altamente tóxico para la construcción del bien común y la democracia mexicanas?
Sin intentar filosofar, quizá valga la pena revisar los argumentos filosóficos que deconstruyen la idea del mérito y el esfuerzo como generadores de igualdad de oportunidades y movilidad social. No sólo porque todos los indicadores de desigualdad y polarización económica han abierto una brecha cósmica entre los más ricos y los más pobres sino por sus insignificantes aportes a la movilidad social en la mayoría de los países ajenos al territorio europeo –con las excepciones de Japón, Canadá y Australia.
Según el último informe del Foro Económico Mundial (2020) México ocupó el lugar 58 entre 82 países, con una movilidad social prácticamente nula, producto de la enorme y creciente brecha de desigualdad económica.
Sin embargo, la crítica filosófica más profunda contra la meritocracia se relaciona con el carácter moral que adquiere el mérito. Lamentablemente para su causa las dos corrientes filosóficas más influyentes en el debate sobre la libertad y la justicia del mundo occidental, el denominado liberalismo de libre mercado, encabezado por el economista y filósofo Friedrich A. Hayek y el liberalismo igualitario, el del Estado de Bienestar, representado por John Rawls, digo, ninguno piensa que la meritocracia pueda promover una sociedad justa y tampoco otorgan sentido al fundamento moral de la meritocracia: “porque ignora la arbitrariedad moral del talento y exagera la significación moral del esfuerzo ”
¿Cómo se traduce esa doble y diferente crítica…?
Friedrich A. Hayek, enemigo jurado de la intervención del Estado en la economía y de los derechos sociales fundamentales, sostiene que la única igualdad que le es dada al ser humano disfrutar es la igualdad formal ante la ley. Teme que el Estado tome bajo su poder “las condiciones relevantes para las posibilidades de cada individuo” e invada el espacio de libertades de los ciudadanos. Toda intervención estatal para mejorar las condiciones de vida de las familias le parece una intrusión contraria a la libertad y, sobre todo, a la libertad del mercado. Se podría decir que es un enemigo confeso de la redistribución estatal de la renta nacional.
Y, sin embargo, no reconoce en el mérito ninguna virtud moral, pues lo que los ciudadanos reciben como recompensa económica no tiene ningún fundamento moral sino que, en su concepción, obedece a los valores del mercado. Hayek subraya la diferencia entre mérito y valor, el primero, contiene un juicio moral (los ganadores se lo merecen y los perdedores también); en cambio, el segundo, el valor, se define simplemente por la cantidad de dinero que los consumidores están dispuestos a pagar por los bienes y servicios ofrecidos.
La intención del pensador neoliberal es desactivar, a todo costa, cualquier perspectiva moralizante del mercado, pues la crítica moral suele enderezar sus baterías contra las salvajes inequidades que el laissez faire, el dejar hacer y el dejar pasar, ha producido en la mayoría de los países del mundo, de manera significativa en los Estados Unidos y México. De esa manera, escribe Hayek, “…las diferencias en las recompensas no corresponden a ninguna distinción reconocible en los méritos de aquellos que las reciben –cita de Sandel”, por lo que los ingresos son el reflejo del valor de mercado que mis bienes y servicios alcanzan en el libre juego de la oferta y la demanda y no tiene nada que ver con el merecimiento (moral) de cada uno.
Y si alguien fue afortunado de nacer en una familia pudiente y cultiva las capacidades que, por determinación de la demanda, se consideran valiosas en el mercado, tampoco tiene ningún merecimiento, “es una condición moralmente contingente”: fue la rueda de la fortuna del mercado: “Una buena inteligencia o una magnífica voz, un rostro bello o una mano habilidosa, un cerebro ingenioso o una personalidad atractiva son en gran medida tan independientes del mérito personal como las oportunidades o las experiencias que el poseedor haya tenido. En todos estos casos el valor que la capacidad o los servicios de una persona suponga para nosotros, y por los que recibe recompensa, tiene poca relación con cualquier cosa que podamos denominar mérito.” En una economía de mercado los ingresos, los salarios, no tienen que ver con juicios morales.
John Rawls, por su parte, en su memorable Teoría de la justicia (1971), afirma que el “objeto primario de la justicia es la estructura básica de la sociedad”; esto es: “el modo en que las grandes instituciones sociales distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ventajas provenientes de la cooperación social.” Es una perspectiva de filosofía política que, al contrario de Hayek, legitima la presencia de instituciones estatales responsables de garantizar una distribución justa de las libertades y las obligaciones fundamentales.
De tal manera que Rawls está más próximo a la idea de la igualdad de condiciones que a la retórica engañosa de la igualdad de oportunidades. Por ello sostiene que ni aún pensando en una sociedad donde se realizara plenamente la igualdad de oportunidades podría emerger una sociedad igualitaria y justa. La razón es clara, porque si se alcanzara la igualdad de oportunidades aún quedarían diferencias que se originan en las capacidades y talentos individuales a los que no concede, tampoco, ningún carácter moral, porque “…las diferencias de talento son tan arbitrarias desde el punto de vista moral como pueden serlo las de clase…”
Piensa Rawls que, sin embargo, no hay razón para eliminar esas diferencias, como algunos han pretendido, limitando el desarrollo de las capacidades y habilidades naturales, cree que hay otros caminos para construir la justicia, considerando tales dones, por ejemplo, como una suerte de fondo común que es posible estimular para mejorar, al final del proceso, la posición inicial de los más desfavorecidos. No obstante, el supuesto anterior necesita de una condición histórica: que los ganadores acepten como punto de partida el carácter contingente, azaroso, del mérito y la posición privilegiada en el mercado. El mérito es un golpe de suerte, una situación para la que no tuvieron que hacer nada, no hay merecimiento moral alguno en eso, haber nacido en una familia blanca, amorosa, adinerada, culta, en una palabra, privilegiada, en un tiempo que jerarquiza, por el consumo del mercado, ciertos talentos, y no otros, es una eventualidad, pura chiripa.
Rawls acuña el Principio de Diferencia para sostener que ciertas desigualdades económicas y sociales podrían ser necesarias, su perspectiva de la justicia permite justificar los grandes beneficios de los afortunados por la naturaleza, pero, como ya dijimos, con una condición: “…solo en la medida en que mejoren la situación de los no favorecidos”, quienes deben ser una prioridad jerárquica en la distribución de los bienes sociales primarios y quienes, además, pueden vetar tales desigualdades: “…siempre habrá de preferirse la igualdad a menos que alguna desigualdad mejore la posición de todos.”
Como se puede ver, entonces, la meritocracia queda desfondada no sólo por la incapacidad del mercado para ampliar los horizontes de igualdad de oportunidades, evaluada por los más recientes índices globales de movilidad social sino que filosóficamente queda desfundamentada como promotora de la justicia social.
¿Cómo comenzó la historia de la meritocracia en la educación?
Michael Sandel, filósofo de la justicia, la ubica en la Universidad de Harvard, por la década de los cuarenta del siglo XX. James Bryant Conan, quien la dirigió por dos décadas, entre 1933 y 1953, comprendió que los estudiantes de las clases altas norteamericanas, la mayoría blancos y protestantes acaudalados de la Costa Oeste, los típicos WASP, comenzaban a dar muestras de decadencia, pues la vida principesca los estaba conduciendo al ocio y a la negligencia intelectual, amén de que tal herencia cuasiaristocrática de los cargos de más alta responsabilidad en la vida económica y política impedía la rotación de las élites, por lo que resultaba contraria al espíritu democrático de los Estados Unidos.
Con esa intención escribió el libro Education for a classless society (1940). Un título que traducido al castellano puede dar lugar a malos entendidos radicales, pues se traduce como Educación para una sociedad sin clases, cuando en realidad a lo que se refiere es a un programa de becas que permita el ingreso, muy selectivo, de estudiantes de la clase trabajadora a las aulas de Harvard: son los cimientos de la igualdad de oportunidades. La manera que encontró James Bryant Conant para alcanzar el propósito de promover la movilidad social fue entreabrir las puertas que impedían la entrada a los estudiantes de la clase trabajadora a la universidad estrella de la Ivy League. Luego siguió la Universidad de Yale.
Así que Conant fue el precursor de los exámenes de admisión en las universidades del siglo XX. El test que eligió fue el mismo que el ejército usaba para medir la inteligencia natural de los soldados que eran enrolados para combatir en La Primera Guerra Mundial. El sentido de la prueba era evitar que la cultura adquirida socialmente, marcada por el origen de clase, quedara al margen de la selección de estudiantes para evitar sesgos clasistas. La ética del éxito sentaba sus reales. Si tú quieres y te esfuerzas, los sueños se cumplen, sin importar dónde hayas nacido ni las condiciones de vida, alcanzarás el cielo si lo deseas con todas tus fuerzas y zarandajas así. En su momento alimentó la ilusión de que todos los ciudadanos, sin distingo de la posición de nacimiento, color de la piel o credo religioso, con talento y mucho esfuerzo, podían aspirar a ser lo que quisieran ser.
Quizá una política muy progresista para su tiempo, pero, como es obvio a estas alturas, Conant jamás cuestionó la desigualdad económica y social sino que, por el contrario, con el nacimiento de la meritocracia legitima y reorganiza la brecha entre ricos y pobres, vinculándola al mérito educativo. Nunca pretendió hacer de su propuesta un proyecto justiciero para la sociedad de su tiempo, la igualdad de oportunidades y la movilidad social eran cuestión de méritos. Los triunfadores se lo merecían moralmente, por lo que los perdedores, de manera instantánea, eran demeritados, menguados, quebrantados en su esencia de ser humano, en su dignidad.
Es el origen de la máquina distribuidora de calificativos sociales. Entre los que dominan la escena norteamericana, y la mexicana si pensamos en la Reforma Educativa de Enrique Peña Nieto, figuran los relacionados con los adjetivos de inteligente y, su contraparte, estúpido. Donde los afortunados creen que merecen el éxito y también creen que los más pobres son incompetentes, porque no tuvieron la oportunidad de obtener credenciales universitarias.
Para Sandel el triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos en el 2016 y, añado, los 74 millones de votos de la elección del 2020, son comprensibles por la polarización producto de tan degradante mecanismo de clasificación social. En los Estados Unidos las alarmantes llamadas “muertes por desesperación”, por ejemplo, están asociadas a la degradación moral de la clase trabajadora, de tal manera que “durante todo el siglo XX…la esperanza de vida experimentó un crecimiento constante, pero entre 2014 y 2017 se estancó e incluso descendió.” Un fenómeno social inédito que pone sobre la mesa un escenario que Nicholas Kristof, columnista del New York Times –citado por Sandel–, expone de la manera siguiente: “…actualmente fallecen más estadounidenses por desesperación cada dos semanas que los que han muerto durante los dieciocho años de guerra en Afganistán e Irak.”
Destaca Sandel que fue Michael Young, en El Triunfo de la meritocracia (1958), quien describió con asombrosa visión de futuro el desarrollo de la maquinaria de selección que reemplazaba al viejo sistema de clases inglés para inaugurar un “sistema de promoción educativa profesional basada en el mérito”, lo que permitía la renovación parcial de los cuadros dirigentes de la sociedad con la integración, por goteo, de estudiantes talentosos y esforzados de la clase trabajadora. Es una narrativa similar a la de la Universidad de Harvard, son los comienzos de la meritocracia que después se convirtió en la epidemia global de la soberbia.
Hago una pausa y me pregunto: ¿cuánto del afán meritocrático incubó el huevo de la serpiente que estigmatizó, y casi asfixió económicamente, a las instituciones de formación docente del país?, ¿cuánta de esa soberbia credencializada clavó sus colmillos estandarizados sobre los derechos sociales fundamentales del magisterio y la niñez mexicanas durante el sexenio de Enrique Peña Nieto?, ¿cuántos jóvenes pobres, indígenas y afrodescendientes de México, fueron vetados, con un examen meritocrático, para ingresar a las universidades públicas del país…?
Vuelvo al primer discurso público de la profesora Delfina, pues la primera línea de acción, como si de una ruptura con la meritocracia se tratara, es la reivindicación de la imagen del magisterio nacional. Y es necesario para alcanzar ese objetivo, concluyó, retomar la formación docente desde nivel inicial, fortalecer las escuelas formadoras de docentes, volver al plan de formación permanente del magisterio. Veremos ahora cuánto de relación existe entre sus palabras y los hechos.
Pero, por encima de todo, la nueva secretaria exige un trato digno para los profesores y profesoras, mayor respeto para la profesión responsable de formar a las nuevas generaciones de mexicanos.
Me parece un buen comienzo, pues reparar los daños causados en la autoestima, en la dignidad del gremio magisterial, es el principio de la restauración. Porque, en efecto, la dignidad del magisterio fue lastimada, degradada, estigmatizada, por la clase política y por los poderosos de México.
Lo que conviene preguntarse aquí, como lo hace Sandel, es por el bien común. ¿Cuánto aportan, por ejemplo, al bien común, un banquero, un corredor de bolsa como Jordan Belfort (Leonardo di Caprio) en la película The Wolf of Wall Street, un líder sindical o un conductor venal de televisión…? ¿acaso los salarios de los profesores, los campesinos, los recolectores de basura, enfermeras, repartidores de mercancías, sobre todo en esta pandemia, están relacionados con sus contribuciones al bien común?
No, el bien común desaparece de la mirada meritocrática, pues la competencia salvaje no deja lugar a ese tipo de consideraciones éticas, para ella la dimensión de la contribución al bien común se mide por el valor del mercado. Porque en el neoliberalismo los ingresos, sin importar su procedencia, constituyen el valor de los ciudadanos.Tanto tienes tanto vales.
Lamentablemente, como es natural, esa élite clasista y racista sigue ahí, muchos de ellos formados en aquellas universidades de élite, fueron fascinados, sin cura, por los cantos de sirena del ideal meritocrático, pues se convirtió en el evangelio de la sociedad del rendimiento.
Tal vez sea el momento de volver los ojos a la justicia contributiva, una concepción que valora a los seres humanos por sus contribuciones al mejoramiento y expansión del bien común, antes que por el valor del mercado de trabajo, que suele premiar de manera muy injusta, después de degradarla, y humillarla, la vida laboral no credencializada o al margen de la sociedad del rendimiento.
Si estimamos por la contribución del magisterio al bien común, seguro estoy que las recompensas deberían ser, por lo menos, equivalentes a los ingresos que recibe un diputado, un senador, un magistrado o, incluso, un gobernador, para no hablar de las cantidades exorbitantes de dinero que reciben los dueños del capital a costa de la creciente desigualdad y pobreza de la mayoría de los mexicanos, muchas veces con plena indiferencia por el bien común.