La reprobación invisible (Parte I)
- Pluma invitada
- 23 diciembre, 2020
- Opinión
- José Carlos Buenaventura
José Carlos Buenaventura[1]
Aprobar no es aprender
Escrito de una pared cualquiera
Para los meses de noviembre y diciembre de 2020 se ha llevado a cabo, en las escuelas de educación básica (primaria-secundaria) y bachillerato, diferentes periodos de evaluación de las y los estudiantes, para los cuales se tiene la orden de no reprobación, ya que nos encontramos en una pandemia que ha modificado la realidad de los mexicanos. Con ello se busca enfrentar los graves efectos que el COVID-19 ha dejado en el Sistema Educativo Nacional de este país.
Tal situación nos lleva a repensar la vieja discusión sobre la no reprobación en nuestra nación como una solución viable frente a los problemas educativos graves. Debemos comenzar a dudar de ello y preguntarnos: ¿por qué la no reprobación se utiliza como política? ¿Esta dinámica es nueva en nuestro país con el gobierno de Andrés Manuel López Obrador o una forma de enfrentar la crisis en el Sistema Educativo Nacional en determinados momentos? ¿Cuál es el papel de la aprobación, la reprobación y la evaluación en los procesos de enseñanza-aprendizaje? ¿Qué actores llevan a cabo los verdaderos procesos de evaluaciones que implican la aprobación o reprobación de la infancia y la juventud en México ante resultados tan graves en la comprensión lectora o el desarrollo del pensamiento matemático desde hace varias décadas, como han indicado diferentes organismos nacionales e internacionales como la ONU? ¿Se podría relacionar que el saber, emociones o competencias que se han desarrollado en la escuela tendrían que ver con el comportamiento de los mexicanos durante el periodo de pandemia por COVID-19? ¿Qué sabe y qué no el mexicano que aprueba la escuela y que, no obstante, se muestra incapaz de resolver problemas propios para desarrollar medidas de prevención ante la pandemia mundial –y otro tipo de “pandemias” como la violencia y la crueldad que se lleva a cabo en las calles y campos de México? Y una última pregunta que vamos a tratar de responder en este texto: ¿Realmente han desaparecido todas las estructuras e instrumentos de la reprobación en la educación mexicana?
Ante estas preguntas, en este texto se sostiene la siguiente idea: el proceso de reprobación de las niñas, niños y jóvenes en México no ha desaparecido; por el contrario, se ha vuelto un mecanismo invisible para seguir reorganizando la vida escolar, educativa y laboral de los jóvenes y adultos en México. Asimismo, quienes realizan los procesos de reprobación no son los actores que tradicionalmente se piensa que lo hacen: las maestras y maestros, sino otros actores que han surgido a lo largo de las últimas décadas, cuya actividad se enmarca en los procesos de selección –ya el mismo concepto de “selección” tiene una carga histórica semántica muy fuerte.
Este texto presenta dos momentos que se consideran decisivos relacionados con los procesos de la aprobación y reprobación de las y los estudiantes mexicanos: antes de la pandemia y durante la pandemia –momento que estamos viviendo.
La solución general de la aprobación para todos sin atender otro tipo de relaciones, estructuras y comportamientos sociales, se da luego de llevar a cabo una reducción de los problemas educativos, ya que no se piensa a la educación en términos complejos.[2] En este sentido, la educación no se puede percibir únicamente a través de lo didáctico, o minimizada a lo que ocurre en el salón de clases, en la escuela o en los nuevos espacios que se están constituyendo como “escuela”; sino también a partir de todo aquello con lo que está relacionado y que no puede ni debe separarse o dividirse, ya que es interdependiente de un todo,[3] por ejemplo de la economía nacional y de los habitantes de los países, de la salud pública, la alimentación de los ciudadanos mexicanos, el lugar donde viven –si tienen casa propia o no la tienen–, los actores de los procesos educativos, si se tiene trabajo, si lo tienen los padres de los estudiantes, si se vive en un ambiente donde hay o no violencia, si el estudiante quiere estudiar o no, o sólo va a la escuela por obtener una beca. Así también se hacen presente otras dimensiones de la realidad relacionadas con la educación como proyecto: el proyecto de sociedad en la que se vive, las culturas y pueblos que hay en el país, la situación de las mujeres en los diferentes contextos mexicanos, etc.
La educación no puede analizarse a través de ideas unidimensionales, sino multidimensionales. La importancia de lo multidimensional en la educación ya lo ha planteado Edgar Morin en sus libros: La mente bien ordenada: Repensar la reforma, reformar el pensamiento y Tierra Patria, entre otros.[4] En tal línea, los mismos problemas que se presentan en un proyecto educativo tampoco pueden ser analizados unidimensionalmente, como muchas veces se ha hecho al mirar sólo lo didáctico o uno de los aspectos del proyecto educativo, y se descalifican o escoden las otras dimensiones o elementos que nos pueden permitir tener una mejor comprensión de los procesos y de las realidades educativas.
La reprobación antes de la pandemia
La reprobación de los estudiantes de México es un tema tabú, ya que se considera que el problema de la reprobación se ha resuelto al lograr que el 94% de las niñas y niños en México vayan a educación preescolar, educación primaria y educación secundaria.[5] De igual forma, se toma como un problema resuelto al aumento de la matrícula de la educación media superior impulsada por la Reforma Integral a la Educación Media Superior (RIEMS) desde el 2008.[6] De tal modo, se asume que el problema de la reprobación se ha resuelto de forma estadística al cubrir la asistencia de los estudiantes a la escuela; incluso se cree que el problema educativo en México, a escala mayor, se ha solucionado.
Esto no es así. Los procesos de reprobación y exclusión permanecen en las niñas y niños y jóvenes que asisten en el Sistema Educativo Nacional en México. Porque la asistencia a los espacios educativos no elimina los mecanismos de exclusión, principalmente la exclusión epistémica, ya que no se construyen ni transmiten saberes, creencias y conocimientos que permitan transformar la realidad de las y los mexicanos.
El primer punto que se desea plantear es que la interpretación de los problemas educativos durante la última década del siglo XX y principios del siglo XXI, se redujeron en el discurso educativo y en la política educativa al problema de la reprobación y en el mantenimiento de la matrícula escolar. Si ya todos asistían, entonces estaban resueltos los problemas educativos, y esto implicaba no expulsar a los estudiantes del Sistema Educativo Nacional. De hacerlo, se cometía una violación del derecho a la educación, y esa expulsión no se observaba o analizaba en términos sistémicos o complejos, sino que se redujo a uno de sus múltiples actores, el más visible, el que se había idealizado durante todo el siglo XX: el maestro y la maestra, el apóstol de la educación. Se ubicó que el problema era la acción realizada por el docente en el salón de clases; él se convirtió en el culpable y único responsable de expulsar al estudiante de las aulas mexicanas, ya que él reprobaba a las niñas y los niños. No se quiso observar y analizar que si una niña y niño no aprendía o dejaba la escuela no era exclusivamente por el comportamiento y acciones que llevaban a cabo los docentes; sino que era parte de un fenómeno multidimensional, donde se entrelazan factores económicos, culturales, coloniales, patriarcales, de desigualdad, de exclusión, de corrupción en las escuelas, políticos, entre otros. Donde factores tan básicos como la desnutrición y la mala alimentación podrían ser los elementos de por qué un niño estaba reprobando, y tal cosa puede ser analizado y pensado como un problema educativo.[7] Asimismo, se dejaron de lado otros factores, como tener una discapacidad. De este modo, la atención inadecuada se fue escondiendo bajo el discurso de la inclusión. Otro elemento y causa de que los niños reprobaran o abandonaran las escuelas es la guerra del narco contra las personas comunes y corrientes que vivimos en el gobierno de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. En tal marco, los niños eran víctimas de la violencia y de balas perdidas; si un niño ya no iba a la escuela, en algunos casos era porque ya estaba muerto o se convirtieron en sicarios para ciertos grupos delincuenciales.[8] En suma, son varios problemas y elementos complejos los que podrían explicar el por qué reprobaban las niñas y los niños en la década de los noventa y en la primera década del siglo XXI; problemas que no se reducen a la didáctica impulsada por el profesor o a su voluntad “malvada” a fin de perjuicio contra un alumno. En este sentido surgen las siguientes preguntas: ¿Cómo se utilizaba el mecanismo de reprobación por parte de las maestras y los maestros en la educación básica, a finales del siglo XX y principios del siglo XXI? ¿Al buscar su desaparición o su inexistencia se resolvieron los problemas educativos en México? ¿En la actualidad, en México, podríamos decir que ya no existen mecanismos de reprobación, que implique un instrumento de selección y exclusión de las y los estudiantes en el Sistema Educativo Nacional? ¿De seguir existiendo, quiénes son los que llevan a cabo los procesos de selección y exclusión, qué le da un nuevo significado a la palabra “reprobación” –palabra invisible que puede seguir existiendo?
Para el magisterio mexicano de fines del siglo XX era común, en sus prácticas y lenguaje, hacer uso de la reprobación hacia las niñas y los niños en educación básica que, desde la perspectiva docente, no habían adquirido los conocimientos requeridos para su nivel educativo. En ese sentido la maestra o el maestro tenía la obligación y la capacidad de señalar si alguien sabía o no sabía. Tenía un mínimo poder de decisión sobre el proceso formativo que estaba llevando a cabo el estudiante. Para ello, los exámenes bimestrales, trimestrales, semestrales o anuales era una constante y escala de valoración. Actividades donde el docente valoraba si alguien estaba aprendiendo o no. Con el paso del tiempo y la llegada de propuestas didácticas que se decían novedosas, significativas y críticas, los exámenes perdieron su valor en un proceso de aprendizaje, al señalar que tales no demostraban si un estudiante aprendía o no. Podríamos señalar que esa crítica es lógica y tiene sustento en que cualquier tipo de prueba o examen no demuestra por sí sola todo lo que un estudiante sabe, como ya lo señaló Hugo Aboites en su libro La medida de una nación.[9] La idea de que los exámenes son completamente autoritarios y antidemocráticos empezó a influir y a prevalecer en el pensamiento y comportamiento de los docentes, en el sentido común de su práctica educativa. Es más, hablar de exámenes o tratar de hacerlos hoy en día en las aulas de educación básica o media superior permanece impensable, poco crítico, casi inhumano, ya que el maestro no se concibe como un “especialista” para hacer este tipo de pruebas o instrumentos; aunque su convivencia y experiencia cotidiana le permita conocer los procesos directamente con las y los estudiantes, algo que no tiene ni posee otro “especialista en educación”. ¿Quién quiere ser tachado de maestro tradicionalista o que no está comprometido con los estudiantes ni con la calidad? Poco a poco las ideas de que no se debía reprobar ni hacer exámenes a los estudiantes se fueron integrando a la tarea de los docentes.
Esta forma de evaluación a través de exámenes fue vista como algo negativo que no permitía el aprendizaje de los estudiantes, ni su desarrollo psíquico y emocional. Tales formas de evaluación fueron cambiadas por didácticas constructivistas, cognitivas, críticas o hasta “humanísticas”. Sin embargo, para los profesores de diferentes niveles educativos, esto se tradujo en una didáctica de entrega de trabajos, actividades, muestra de evidencias de trabajo; podemos decir que se convirtió en una didáctica de “trabajitis o activitis”. Las y los maestros revisaban trabajos de cosas que muchas veces en las aulas no daba tiempo de calificar ni de guiar en su proceso formativo. Los docentes debían mostrar evidencias de sus trabajos, donde el mismo concepto “evidencia” aparece ya conflictivo. Si lo analizamos, tal término tiene un uso previo en el campo jurídico o del derecho, en el caso de una acusación de alguien que está cometiendo un delito o una falta administrativa. En ese terreno se debe presentar evidencias de que alguien es culpable o inocente. En el caso de los maestros, ellos deben entregar evidencias de su trabajo y del de los estudiantes. El maestro empezó a estar en sospecha de que no trabajaba o sobre lo que está enseñando en los salones de clases; no era lo indicado en planes y programas de estudios oficiales, no estaban cumpliendo con su trabajo. Poco a poco el trabajo docente a principios del siglo XXI se volvió más burocrático y se alejó de aquel objetivo que tenía José Vasconcelos cuando construyó y fundó el proyecto de la Secretaria de Educación Pública, que era luchar contra la ignorancia. Podemos recordar el discurso que dio cuando subió como rector de la Universidad Nacional: “La pobreza y la ignorancia son nuestros peores enemigos, y a nosotros nos toca resolver el problema de la ignorancia”.[10]
Se considera que un factor que se empezó a incrustar en la didáctica y en la política educativa es la desconfianza hacia el docente, ya que es sospechó que no trabaja o sobre los contenidos que enseña, tanto en el terreno epistemológico como psicológico. En contrapartida, durante el siglo XX, se consideraba al docente como una figura profesional que sabía y era apreciado por el Estado, la Nación y los pueblos. Las personas le creían al profesor y aprendía de él lo que enseñaba. Ese era uno los ideales de maestros durante el siglo XX.
[1] Coordinador del Seminario de Perspectivas Críticas en Educación, Género y Derechos de la Humanidad. Agradezco a Miriam Isabel Arciniega y a Mauro Jarquín por la lectura y sugerencias al texto; a Jessica Nayelli Cruz Jiménez y a José Ángel Gil García por la información que me proporcionaron, así como a David Elías Hernández por las correcciones para este texto.
[2] Entiendo “complejidad” desde ideas de Edgar Morin –lo que está tejido en conjunto– o lo que pensaba Hugo Zemelman en relación a la categoría “totalidad” sobre las articulaciones de diferentes niveles de la realidad, estructuras, instituciones, actores, procesos etc. Hugo Zemelman señalaba: “Otro tema que se puede desprender es el de la articulabilidad. La cuestión central tiene que ver con el manejo de la categoría de totalidad que, con prescindencia de diferencias filosóficas y teóricas, tiende a manejarse como un objeto en vez de otorgársele el estatus de constituir un recurso para organizar el pensamiento.” “La articulabilidad se funda en la posibilidad de conformar, desde lo particular y fragmentario basándose en relaciones necesarias, un horizonte de sentido más rico en alternativas de construcción por los sujetos.” Hugo Zemelman, Voluntad de conocer. El sujeto y su pensamiento en el Paradigma crítico, Rubí (Barcelona), Anthropos, 2005, p. 92-93.
[3] El concebir la educación como un derecho humano nos lleva a reconocer diferentes características que tienen los derechos humanos como son: universalidad, indivisibilidad e interdependencia, inalienabilidad o la imprescriptibilidad. Sandra Serrano y Daniel Vázquez, Los derechos humanos en acción: operacionalización de los estándares internacionales de los derechos humanos, México, FLACSO, 2013, p.p. 6-18.
[4] Edgar Morin señala: “Se necesita un pensamiento que reúna lo que está desglosado y compartimentado, que respete el todo diverso reconociendo el uno, que intente discernir las interdependencias; un pensamiento radical (que va a la raíz de los problemas); un pensamiento multidimensional; un pensamiento organizador o sistémico que conciba la relación todo-partes como se ha comenzado ya a desarrollarse en las ciencias ecológicas y las ciencias de la Tierra.” Morin, Edgar, Tierra Patria, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 2006, p. 189-190, agradezco la cita a Jessica Nayeli Cruz.
[5] SEP, Principales Cifras del Sistema Educativo Nacional 2019-2020, México, SEP, 2020, p.17.
[6] Las directrices de la RIEMS se publicaron en el Diario Oficial de la Federación el 26 de septiembre de 2008.
[7] Pablo Gentili trabajo en relación a este tema es su trabajo titulado: Pablo Gentili, “Adoquines y anclas. El hambre de saber y los saberes del hambre”, en: Pablo Gentili, Pedagogía de la igualdad. Ensayos contra la educación excluyente, Argentina, 2011, p.p. 157-177.
[8] Un texto que habla sobre los niños y jóvenes en el narcotráfico mexicano es: Javier Valdez, Los morros del narco. Historias reales de niños y jóvenes en el narcotráfico mexicano, México, Punto de lectura, 2014.
[9] Hugo Aboites nos recordaría lo siguiente: “Es un enorme contrasentido, pero en el fondo el instrumento de medición inventado para medir con precisión y rápidamente a los seres humanos es tan delicado y ha sido construido y probado en condiciones tales de laboratorio, que cuando se exponen a la realidad humana y social inevitablemente tiene importantes fallas en la medición. Otras estrategias de evaluación -como la realizada por los maestros- son mucho menos preciosistas y carecen de una apariencia de alta tecnología y refinada ciencia pero por ser menos pretenciosos y evaluar a lo largo de días, meses y años haciendo uso de diversos instrumentos y estar a cargo de muchos evaluadores distintos (los maestros de cada curso) son paradójicamente mucho más certeros -aunque tengan el problema de que se les intenta resumir en una calificación de dos dígitos.” Hugo Aboites, La medida de una nación. Los primeros años de la evaluación en México. Historia de poder y resistencia (1982-2012), México, CLACSO, UAM, ITACA, ITACA, 2012, p. 389.
[10] José Vasconcelos, “Discurso en la Universidad”, en: José Roberto Gallegos, Discursos de toma de posesión de los rectores de la Universidad Nacional Autónoma de México 1910-2011, México, UNAM, 2014, p. 96.