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La violencia y el Estado

Hablar importa. Las palabras, y el sentido de las expresiones con las que nos comunicamos, son siempre —y más en tiempos tan difíciles como los nuestros— cruciales. El modo en que nos referimos a lo que acontece, la precisión de los conceptos con los que nombramos a cierta entidad o proceso social, son vitales en la tarea de entender y entendernos, en la labor de comprender la hondura de los problemas y bosquejar caminos para salir del atolladero. No es trivial cómo definimos o delimitamos las cosas. Sin cuidar este aspecto, podemos extraviarnos, sostener falacias y generar malentendidos, ruido y confusión.

Algunas expresiones han ganado el lugar de lo indudable. Son piedra angular en argumentos y cuentan con la autoridad de un pensador al que se respeta. Una de ellas, quizá de las más relevantes para desentrañar el acontecer nacional en nuestros días, es la definición de Estado atribuida a Max Weber. Es muy frecuente escuchar o leer que, para el sabio alemán, “el Estado tiene el monopolio de la violencia”, o bien, “el Estado cuenta con el monopolio legítimo de la violencia”. De esta proposición se desprenden consecuencias en los argumentos, en las propuestas y reclamos de quienes tienen espacios públicos para opinar, así como en los cursos de acción que diseñan los que tienen capacidad de decidir.

Weber no propuso eso. Se ha naturalizado un equívoco y urge enderezar el entuerto. Afirmar que el Estado tiene el monopolio a secas, o la exclusividad calificada como legítima, del ejercicio de la violencia no es solo un error, sino un desatino muy peligroso. Que el Estado puede, de manera válida, ejercer violencia a su antojo en aras de poner o restablecer el orden, es falso. No cuenta con el monopolio legítimo de la violencia, sino con algo muy diferente al ubicar los términos de manera correcta: el monopolio, sí, pero del ejercicio de la violencia si es legítima, no de cualquier modo de coacción, sea la que sea.

Lo legítimo califica al tipo de violencia o coerción permitido, y no al monopolio que se atribuye al Estado. De no ser así, tendría la anuencia de los ciudadanos para torturar, desaparecer a las personas o ejecutarlas sin miramientos.

En la nueva edición del FCE, revisada, comentada y anotada por Gil Villegas de la obra Economía y sociedad de Max Weber, este asunto se aclara: “Por Estado debe entenderse un instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopolio de la coacción física legítima para el mantenimiento del orden vigente” (P.185). El experto llama a una nota al pie en la que indica que esta delimitación es una forma más pulida de la que el profesor Weber había propuesto antes, en una conferencia: “Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio, reclama con éxito para sí el monopolio de la violencia física legítima”. En ambas, sin duda, lo que el Estado puede pretender, y la ciudadanía aceptar, es el empleo de la coacción física, o violencia, siempre y cuando sea legítima. Y para serlo, ha de estar referida a normas, reglas y procedimientos expresos, claros y públicos.

Si el Estado pudiese, y se considerara legítimo, realizar cualquier tipo de acción violenta cuando lo dispusiera —como se desprende de la forma descuidada en que se enuncia esta potestad con mucha frecuencia— estaríamos sin defensa. La limitación del ejercicio de la coacción estatal a la legalidad, abre el espacio para los derechos humanos, el debido proceso y ataja al poder sin control.

¿No es todo esto, escribidor, una cuestión académica, propia de profesores pálidos y bibliotecas polvosas? No: tiene que ver con Tlatlaya, Ayotzinapa o los apresados el 20 de noviembre. Con nosotros. Con el Estado de derecho. Con hoy y después.

Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio México y Director Académico de Educación Futura.

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