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Más universitarios: una parábola

Un amigo mío usa una frase para analizar cualquier asunto: “Hay amores que causan penas”. Otros dos amigos, unos 20 años menores que yo, en una charla reciente estaban entre orgullosos y preocupados: sus hijos, por fin, habían concluido la licenciatura, pero no sabían qué hacer, no hay empleo disponible y no les gustaría laborar en alguna otra cosa que no fuera su profesión, menos aceptar un trabajo que no esté a la altura de sus expectativas. A sus 25 y 26 años de edad, esos hombres siguen siendo hijos de familia; de vez en cuando consiguen trabajos eventuales e ingresos, pero viven en los hogares paternos.

Desde hace unos 40 años comenzó en México la fiebre por incrementar las inscripciones (y después el número de graduados) de las universidades y de otras instituciones de educación superior. Académicos y funcionarios públicos convirtieron el crecimiento de la matrícula en su amor. Con el enamoramiento no se le veían defectos a tan noble novia; no se vislumbraba (tal vez no se podía) que podría traer penas consigo; una de las primeras fue lo que se denominó la masificación de la educación superior. Algunos, los más fríos y tal vez ya no aptos para el enamoramiento, se negaban a aceptar las bondades de ese crecimiento; señalaban que la universidad era para las élites, para pocos, que estaba reservada a la aristocracia del conocimiento y que las masas deberían estudiar otra cosa (recuerdo los artículos de Marcos Moshinski en el Excélsior de mediados de los años 70).

El aumento de la matrícula era democrático y ampliaba las oportunidades de educación a segmentos sociales antes desfavorecidos; incluso, decían, a mayor escolaridad promedio de la población, mayor solidez del tejido social. Atributos que hacían más atractiva a la novia y hasta la vestían de galas democráticas. Sin embargo, con el paso del tiempo comenzaron a notársele defectos que engendraron penas. Pero el enamoramiento siguió porque el amor es ciego. No importaba mucho que los escépticos señalaran que la inscripción no era todo; mencionaban a una rival, llamada eficiencia terminal, que se encargaba de echarle malas vibras a la cobertura. Los incrédulos decían que los enamorados no miraban los defectos más o menos visibles de la deserción, la reprobación y, lo más grave, que la inscripción era testaruda.

La matrícula siguió concentrada en las profesiones prestigiosas del pasado (hay más de mil 300 escuelas de derecho), otras de empleo más o menos seguro, aunque no necesariamente bien remunerado (contaduría pública y administración en sus diversas variantes) y en unas cuantas más de relumbrón; se negaba a las demás. Las ciencias naturales, por ejemplo, no rebasan tres por ciento de las inscripciones totales en licenciatura; en las humanidades las universidades expulsan temprano a la mayoría de los que llegan a las aulas y es veleidosa con las nuevas profesiones.

A pesar de los defectos todavía hay algunos enamorados de la expansión casi sin límites, exigen la apertura de más espacios en las carreras tradicionales. A los adeptos a la matrícula en incremento constante el afecto les impide ver los problemas o, si ya se les acabó el amor, predican por conveniencia que siga habiendo escuelas tradicionales, no les importa mucho: las penas de su cariño se las causan a otros, son ajenas.

En los debates sobre educación superior no he encontrado posiciones acerca de la relevancia de muchas profesiones; se habla de saturación y hay cierta preocupación por la devaluación de algunas carreras, pero no hay propuestas serias para cerrar o limitar el ingreso a algunas de ellas.

Mis dos amigos eran de aquellos enamorados; la pena para uno de ellos es mayor, ya que sus dos hijas estudian para ser abogadas.

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