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Mochilas, violencia y cohesión social

Después de la desgracia en el Colegio Americano del Noreste, volvió a la palestra el programa “Mochila segura”, que la exsecretaria de Educación Pública Josefina Vázquez Mota diseñó en respuesta a la creciente rudeza de la violencia criminal que invadía al sistema escolar.

Al renacer este dispositivo, que nunca tuvo un sustento institucional sólido, el gobierno enfrenta una crítica por dos flancos. La primera, por ser reactiva, por actuar hasta después de que se dio un percance que mostró que la violencia había llegado a santuarios de las clases medias. El reproche por la banda del otro lado es porque la revisión de las mochilas es un atentado contra los derechos humanos de los infantes y, tal vez, de sus familias.

El asunto no es sencillo, depende de quién lo diga y de su experiencia. Si no recuerdo mal, en sus primeros meses, la mochila segura fue bienvenida en las zonas de alto conflicto social; era un respiro —un paliativo, si se quiere— para las familias que vivían en zonas donde la violencia criminal se había instalado. Y, supongo que, en ciertas áreas, seguirá siendo acogida, si no con beneplácito, sí como una necesidad.

El asunto es que la violencia criminal se metió de lleno en los vasos comunicantes de la sociedad, no sólo está en las calles, en el secuestro, la extorsión y en las guerras entre cárteles. Allí es una experiencia cotidiana. Pero al mismo tiempo está en varios territorios simbólicos, en los medios, el entretenimiento, las redes sociales y el lenguaje ordinario de vastos segmentos sociales.

Las escuelas no son islotes aislados del resto de la sociedad, tampoco son réplicas exactas de ella. En muchas partes, los centros de estudio son espacios de remanso relativo, lo mejor de ciertas comunidades. Pero siempre bajo el asecho de la violencia circundante.

La violencia criminal y sus derivados prácticos y alegóricos abonan a la descomposición del tejido social.  Durante un largo periodo del régimen de la Revolución Mexicana, digamos de comienzos de los 40 a mediados de los 70, México tuvo crecimiento económico sostenido, estabilidad política y, sí, cohesión social, pero a cambio de restricciones a las libertades cívicas. Era una cohesión autoritaria, aunque generaba cierto consenso.

El régimen era fuerte, su legitimidad no provenía de la acción democrática, sino de la eficacia del Estado para mantener la dialéctica del control. El gobierno juzgaba subversiva cualquier reprobación a su quehacer político, fuera de los segmentos conservadores o de la fragmentada izquierda. Eran los tiempos de la república imperial.

¡Qué bueno que perdimos esa cohesión social integrista! El problema es que no le encontramos una salida que al mismo tiempo que fortaleciera la libertad política, implantara las virtudes de la democracia. Los partidos políticos se desbordaron, la corrupción creció y la violencia nos invadió.

No sabemos cómo eliminar esa brutalidad, pero queremos mantener a los niños y las escuelas a salvo. Mas no tenemos los instrumentos adecuados. Me parece sensata la receta que propuso un defensor de los derechos humanos: en lugar de la mochila segura, que haya programas de educación que faciliten la prevención de actos violentos. Pero no dice cómo ni ofrece una estimación del tiempo que tomaría poner en práctica esos métodos ni el periodo que tardaría en ofrecer resultados.

Hoy tenemos un analgésico, mochila segura, que no curará los males que se derivan de la violencia criminal que aquejan a las escuelas, pero a fe mía que no es un placebo. En lo inmediato y en amplias franjas del territorio nacional es un apremio. Pero sí necesitamos reconstruir el tejido social en el plazo medio. No es fácil, pero intuyo que ni el gobierno ni las escuelas lo podrán hacer por sí mismos.

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