Por una nueva política de evaluación universitaria (IV)

¿Cómo sabemos que una universidad mejora su desempeño institucional a lo largo del tiempo? Construyendo un sistema de evaluación e información pública que incluya al menos tres elementos.

En primer lugar, una noción de “calidad” construida por medio de la deliberación de las propias comunidades académicas y relacionando dicha noción con lo fines que el Estado se va fijando. En segundo lugar, es necesario desarrollar una nueva generación de indicadores cuya construcción sea rigurosa y su uso imaginativo.

¿Esto qué implica? Que la información recabada provenga de fuentes confiables, que la medición dé cuenta de la noción de “calidad” —o de algún otro referente— abiertamente construido, y que no se sobreestime el valor de uno o dos indicadores por sobre el amplio y complejo desarrollo del subsistema de educación superior del país. Los indicadores, señala Felipe Martínez Rizo, ex rector de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, “no pueden, por sí mismos, fijar objetivos o prioridades, evaluar programas o establecer balances”. Por esta razón, yo sostendría que ha sido un error ligar cualquier proceso de evaluación —acotado por naturaleza— con el financiamiento público a la universidad.

La perversión de esta manera de pensar ha llevado, según la investigación educativa, a invertir cuantiosos recursos, perder de vista lo esencial, simular, tratar al docente como persona desconfiable, y exacerbar el control burocrático sin modificar conductas y prácticas internas de las universidades que vayan en verdad orientadas a un cambio significativo. Con un “nuevo” sistema de evaluación y acreditación de la educación superior se trataría entonces de crear “conocimiento útil” para discutir el cambio universitario.

Este tipo de conocimiento, según Martínez Rizo, no “surge simplemente del trabajo técnico”, sino de la exposición y confrontación de diversos puntos de vista que “privilegian” —o tienen un sesgo, diría yo— algún aspecto de la realidad. Por ejemplo, yo propondría que el aprendizaje del estudiante fuera el indicador “por excelencia” para evaluar la calidad de la universidad pública de México, pero seguramente un actor como Martínez Rizo me refutaría diciendo: “Una noción adecuada de la calidad de un sistema educativo no se debe reducir a los niveles de aprendizaje que deberán alcanzar los alumnos, sino que deberá incluir también otros aspectos, en particular los relativos a la cobertura y eficiencia terminal del sistema”. Es decir, se puede aprender mucho dentro de la universidad, pero si no le damos entrada a ésta a un mayor número de personas —sobre todo, aquellas que enfrentan mayores desigualdades— y no completan sus estudios a tiempo, habrá un indicador de que algo en la universidad está fallando.

El tercer —y último— elemento del nuevo sistema de evaluación y acreditación es la difusión y el uso público de información. Habrá que rebasar el prestigio heredado y la idea de los rankings como referente de “calidad”. Pero de esto hablaremos la próxima semana

*Texto publicado originalmente en El Universal Querétaro

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