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Recuerdo privado de educación pública

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Estudié en escuelas públicas. En ese tiempo era posible la educación en el aula del Estado y competir, si fuera necesario, con posibilidades de triunfo, ante alumnos de escuelas privadas. Mi maestra Eustolia me vio llegar al salón de tercero y de quinto con mis útiles, así se les decía a los cuadernos, libros, reglas, dentro de una mochila que olía a boñiga de vaca. Yo insistía en dejar la mochila en casa para que se oreara y perdiera el olor a mierda, pero una orden fulminante me obligó a llevarla desde el primer día de clases a la escuela. Ya he contado el apotegma que regía el sistema educativo de Eustolia:

—El que quiera estudiar que estudie, y el que no, no.

Eustolia estaba armada para enseñar la lógica, pero solamente enseñaba a sumar, restar, dividir, leer, geografía, civismo y deportes. Pico della Mirandola la habría admirado. Era gorda, bragada, y controlaba al salón como si fuera toda ella una Procuraduría General de la República.

—Hernández, pase al pizarrón y resuelva el problema —decía Eustolia no sin cierta sonrisa sardónica.

Hernández no sabía nada. Entonces la maestra pedía dos mochilas, una de ellas la mía, que olía a caca, y le pedía a Hernández que las cargara el resto del día. Un castigo ejemplar por la ignorancia de las peras y las manzanas. Eustolia era inexorable. Aún no llegábamos a ese momento de los valores democráticos en el cual los alumnos torturan a los maestros y los amenazan con llevarlos al Consejo Nacional para la Prevención de la Discriminación si los reprueban.

El egoísmo era el peor enemigo de Hernández. En el recreo compraba bolsas de harina blanca en forma de charritos y papas y las atesoraba como un avaro en un rincón del patio escolar. Los compañeros de clase le pedíamos trozos pequeños de chicharrones Cazares, un manjar, y Hernández escupía sobre sus chicharrones. Nadie quería comer chicharrón con flema de Hernández como si fuera el dip de la botana. Pinche Hernández.

En sexto año, Lázaro recibió a un grupo de niños en pubertad, un escándalo. Lázaro sabía cosas y algo más, siempre traía con él una novela. Fue la primera vez que vi un ejemplar de La región más transparente de Fuentes. Gumaro fumó un mediodía en el baño. Lázaro lo descubrió, le quitó una cajetilla de cigarros Impala al tiempo que le recetaba un zape de padre y señor nuestro en la cabeza. Gumaro, expulsado, adiós a Gumaro. Cuidado con Lázaro.

La última vez que fui al baño de la escuela José Mariano Fernández de Lara, yo tenía 8 años. En sexto de primaria decidí que no volvería nunca más. Gumaro torturaba a los más débiles. Bullying sería una palabra suave para contar lo que contaban que ocurría en los baños. Nunca quise averiguarlo de cuerpo presente. A Nava le habían quitado los pantalones, a Souza le rompieron la nariz de un botellazo, a Hernández le quitaron toda la harina blanca que llevaba consigo. Dos niños cuyo nombre guardaré en mi memoria fueron descubiertos en actos sexuales que les costaron apodos terribles, lo menos que les dijeron fue que les gustaba el caldo de oso.

—Ahí vienen los ositos, péguense a la pared —estoy oyendo la denuncia.

Delfina lograba un silencio absoluto en el salón de clases. Traía una vara de membrillo, así le decían. Delfina tenía el don de la ubicuidad. Si te sorprendía hablando en clase, aparecía como un fantasma y de inmediato sonaba un varazo que rompía el aire y terminaba en la espalda; si te quejabas, dos. No quiero hacer el elogio de la violencia como método educativo, pero con Delfina aprendimos de memoria las reglas de ortografía, nunca las olvidé: palabra grave terminada en ene, ese o vocal, no se acentúa. Todavía, cuando cometo una falta ortográfica, pienso que Delfina me dará un varazo de antología.

Si recuerdo esos años no puedo sino parafrasear a Albert Camus y escribir que las grandes lecciones de moral las recibí en una escuela pública, en el salón de clases, en el patio y en el temible baño escolar. Pinche Hernández, escupía sus chicharrones.

Publicado en Milenio

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