Los maestros al centro

En un diálogo que sostuve recientemente con maestros supervisores, les hacía ver que México debería imitar a países como Finlandia donde el grupo magisterial es objeto de distinción y privilegios. Nuestros maestros, también deberían ser objeto de un trato similar, la sociedad entera debería inclinarse ante ellos, pagarles mejores salarios y darles todos los medios para su superación profesional.

Pero ¿por qué no ha ocurrido eso? No se debe a que los maestros no se esfuercen en su trabajo; al contrario, todos los días realizan verdaderos milagros educando a nuestros hijos en condiciones adversas y, muchas veces, imposibles. Ese esfuerzo les ha ganado el respeto y la gratitud de sus comunidades.

Hay otros factores que mantienen al magisterio en una condición de opacidad. En primer lugar, observemos la educación como actividad nunca adquirió el valor social que tiene en Finlandia. Es verdad que en nuestro país la educación nunca ha dejado se ser (de 1921 a la fecha) una empresa enorme, en la que la nación invierte una gran cantidad de dinero, pero nunca ha adquirido la fuerza social y cultural que tiene en los países avanzados, entre otras cosas porque creció dentro de un molde burocrático que la convirtió en una actividad gris y mediocre.

Nuestra educación ha evolucionado en una condición de subordinación frente al Estado. Ha crecido bajo el cobijo de burócratas. Separada de los centros donde se produce el conocimiento, organizada en torno a una herencia pedagógica pobre, ubicada en un entorno cultural raquítico, dirigida por autoridades que han sido ajenas a la educación, atada a un sindicato corporativo y burocrático –más interesado en la política que en la educación–, la educación mexicana sigue postrada con un estatuto de segunda clase.

El segundo factor es la condición del magisterio. El prestigio social que los maestros adquirieron en la escuela rural de los años posrevolucionarios, se perdió gradualmente con la urbanización del país y con la expansión del sistema educativo en la segunda mitad del siglo XX (1950: 3 millones de alumnos; 2000: 30 millones de alumnos). La masificación desdibujó la personalidad del docente y lo colocó en una realidad donde rige el anonimato; el maestro se metamorfoseó en un número dentro de los registros del ISSTE.

Un factor determinante en la actual posición social del magisterio fue el estancamiento de las escuelas normales durante los años de la expansión. Estos centros de estudio nunca recibieron la atención académica que necesitaban y cayeron en la postración por la influencia política de burócratas y líderes sindicales. Aisladas académicamente, con pocos recursos, las normales fueron víctimas de la endogamia, de las prácticas de autoconsumo, de la ideologización y de la repetición estéril de lecturas anacrónicas.

Es triste decirlo, pero el magisterio mexicano no brilla con luz propia. Su imagen social se ha construido con los pálidos reflejos que proyecta su representación oficial, el sindicato, una organización ajena a la modernidad y a la democracia, una entidad obsoleta, una pieza orgánicamente articulada al partido oficial de mediados del siglo XX. No podía ser de otra manera. El sindicato no es una entidad de naturaleza académica o profesional y sus líderes son seleccionados no por atributos intelectuales sino por sus habilidades políticas.

Para que el magisterio mexicano conquiste el lugar social que se merece, necesita romper con los antiguos moldes de la cultura revolucionaria y renunciar a las estructuras que impiden su crecimiento.

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