“Los maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación…ayer cumplieron su amenaza y arrancaron su plan de acción en 23 ciudades de los estados de Oaxaca, Guerrero, Michoacán, Chiapas y Veracruz para boicotear las elecciones del próximo domingo…En Oaxaca se suspendieron clases y saquearon e incendiaron la sede del Instituto Estatal Electoral, vandalizaron las 11 juntas distritales del INE, quemaron boletas electorales, bloquearon carreteras y tomaron gasolineras y comercios…”. Así empezaba la nota de Reforma del 2 de junio. Un día después leíamos: que “maestros embozados y armados con palos toman el control de sedes electorales” y que habían incluso desalojado a los militares que custodiaban cuatro juntas distritales del INE en Oaxaca.
Una vuelta más a la espiral de violencia desatada por la CNTE que ahora se dirige contra la celebración de las elecciones programadas para el 7 de junio. Se trata de un movimiento, en su origen laboral, que avanza poniendo en jaque, una y otra vez, a las autoridades, retándolas a aplicar la ley o a contemporizar con actos claramente delincuenciales. Su número y organización multiplican su fuerza, aunque sus métodos no sólo les resten simpatía sino que implican destrucción, agresión y por ello presagian lo peor.
No estamos ante una ocurrencia, ni ante un desbordamiento de las pasiones espontáneo, no se trata de un chantaje más y menos de un episodio anodino, sino de un atentado contra el corazón de una rutina civilizatoria que permite elegir a gobernantes y cuerpos legislativos. Esa irrupción de la violencia tiene dos nutrientes fundamentales: a) el de un gremialismo extremo que asume que los intereses de un grupo pueden y deben defenderse por todos los medios -lícitos e ilícitos- y b) las apuestas revolucionarias que creen que las condiciones están dadas no sólo para derrotar a la autoridad en el campo de la educación, sino para dislocar la fórmula establecida para la renovación de los poderes públicos. Ambas pulsiones están imbricadas y generan lo que hemos presenciado en los últimos días.
Se trata de una minoría que intenta imponer sus condiciones a la mayoría, pero que tiene la capacidad suficiente como para desquiciar -¿en una mínima parte?- lo que debe ser un proceso pacífico y ampliamente participativo.
Cierto, la irritación social tiene nutrientes, no aparece de la nada. La falta de expectativas fruto de una economía (casi) estancada induce a no pocos a encadenarse a las escasas certezas laborales que encuentran a mano (en este caso la carrera magisterial), la corrupción que no encuentra sanción o los episodios de violación flagrante a los derechos humanos (como el tristemente célebre crimen de los estudiantes de Ayotzinapa), son el caldo de cultivo del malestar. Pero una cosa es tratar de explicarlo y otra justificarlo.
En esas circunstancias, no ayuda en nada o más bien contribuye a la deslegitimación de los procesos electorales la retahíla atolondrada que repite hasta el cansancio que todos los contendientes son iguales, que votar resulta intrascendente, que entre políticos y ciudadanos no hay solo una brecha, sino que se trata de universos escindidos y enfrentados, ya que unos (los ciudadanos) son el manantial de todas las virtudes mientras los otros (los políticos) son la fuente de todos los males.
La rutina electoral, hoy tan despreciada por algunos, quizá por ser precisamente una rutina -algo que se piensa es inamovible, natural-, merece ser reivindicada y apuntalada porque todo sería peor sin ella y por sus múltiples significados: es la única fórmula que ha inventado la humanidad para que una comunidad masiva y contradictoria pueda expresarse, recrearse y convivir y competir de manera pacífica, institucional y participativa. Permite que la pluralidad de opciones políticas sean legítimas (a contracorriente de todos los idearios autoritarios, dictatoriales o totalitarios); fomenta la tolerancia y la convivencia de la diversidad; la coexistencia -tensa si se quiere- de partidos e ideologías diversas; multiplica el espacio de las libertades, y entre nosotros son auténticas (en el sentido de que ganadores y perdedores no se encuentran predeterminados y pueden ser cambiantes) hace apenas unos cuantos años. Por ello, atentar contra las elecciones es algo más que un nuevo episodio de vandalismo, supone un intento por descarrilar -así sea en algún grado- la fórmula consagrada para dotarnos de gobernantes y legislativos legítimos y ¿abrir la puerta a qué?
Este texto se reproduce con permiso del autor
Noticias relacionadas:
Exige Comisión Permanente se cumpla con el calendario de evaluaciones
Mexicanos Primero pide al INEE que interponga controversia contra el ejecutivo
Guarda silencio Chuayffet sobre suspensión de evaluación docente