Se tapa la cara con las manos como si quisiera desaparecer. El trancazo de la vergüenza es duro. Sentado en un rincón del patio, en el primer escalón que da a la puerta, se sabe a solas. Los demás alumnos están en los salones. Solo pero no ignorado: muchos se dieron cuenta cuando lo llevó la directora y le dijo que ahí se quedara. Los minutos son muy largos, hace frío y ni trazas que el Sol regrese.
Día gris para un muchachito que no se pudo aguantar. Le ganó el asunto de ir creciendo. Cuando intentó evitarlo ya era tarde. Poco faltaba para el fin del recreo y se refugió en un pilar del patio. La chicharra mandó a parar y regresaron al salón sus compañeros. Tres o cuatro lo vieron agazapado. ¿Qué mosca le picó? La prefecta dice: “anda Pedro, ve a tu salón”. No se movió. “¿Qué esperas?” Al acercarse, el niño desvió la mirada como hacen los perros con la esperanza de no ser vistos luego de robar algo de la mesa. Era en balde. Al tomarlo de la mano para conducirlo al aula se dio cuenta.
La pena es honda si te llevan a la dirección, sobre todo con la ropa manchada y sin poder caminar bien por el enorme esfuerzo para que no se advierta lo que ya es notorio. Lo deja a unos metros de la puerta, informa y se retira.
¿Por qué está ahí, dejado a su suerte? ¿No hay quién le eche la mano? Saber que te miran, y no pocos se ríen, lo aplasta. La directora busca el modo de avisar a sus padres. Lo consigue: “urge que venga, señora: Pedro se hizo encima”. Al otro lado del teléfono la madre dice que en su mochila está el uniforme de deportes, que por favor lo cambien. “No podemos hacerlo, señora. De verdad lo siento, pero hemos tenido ya problemas”. Tardará aunque le den permiso en el trabajo de inmediato. Piensa en su hijo. Se apura.
Esta historia no es invento: una profesora la relató a quien esto escribe. “Dígalo por favor en el periódico”. ¿Por qué no lo asearon y cambiaron en la escuela? “Es que ya pasó que, por hacerlo, unos papás acusaron al maestro de haber abusado de otro niño; que cómo saber si no se propasó al limpiarlo y ponerle la otra ropa. Viera el lío que se armó. Tuvo que venir el supervisor y hubo junta: mejor no hacemos nada y pedimos a los familiares que vengan o los esperamos a la salida. No se vale, profe, que un niño sufra lo de Pedro, y tengamos que verlo humillado tanto rato. No somos delincuentes. Aunque como ya son instrucciones, ni hablar”.
Un amigo comparte: “nos han pedido en el preescolar que sólo si firmamos una carta autorizándolo, pueden cambiar a mi hijo si lo requiere”, ¿Y si no? No responde. Alza los hombros. Así están las cosas, y ocurre en planteles privados y públicos. La confianza se ha salido por una grieta de la escuela y, junto con ella, el afecto, el consuelo cuando pasa un accidente. Cuidado y tocas a una criatura: se cayó, le duele el brazo y llora: ¿no se vale acercarse, calmarlo, abrazarlo como es natural y llevarlo a la enfermería con cariño sin que haya sospecha de un comportamiento inadecuado?
Me hago cargo: conozco de cerca la barbaridad del abuso que ha ocurrido en algunas escuelas con niñas y niños. Es preciso evitarlo porque tienen que ser el espacio público más seguro en el país, sí, pero al mismo tiempo, ante estos hechos, hay una pregunta ineludible: si se expulsa al afecto, a la cordialidad que conforta cuando hay dolor, desazón o miedo en las escuelas, ¿no se descalabra al proceso educativo en aras de la asepsia?
Hay necesidad, por supuesto, de lo que hoy se llama “protocolos” para salvaguardar la integridad de los niños en las aulas. Pero sin el retorno de la confianza con base en el sentido común, la escuela atorada, atada por una indiferencia defensiva, ayuna de cariño, ternura y solidaridad con los pequeños, es tierra baldía. Sin balance, los extremos se tocan. Va un abrazo, Pedro.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México
Publicado en El Universal