El 22 de febrero, en estas páginas, el consejero presidente del INEE escribió un artículo titulado El sentido de la evaluación del desempeño docente. No me detengo en otras consideraciones, sino en la defensa que hace de esa valoración (EDD). Dice que este instrumento “contempla tres componentes: el cumplimiento mínimo de responsabilidades; el dominio de competencias pedagógicas, y el dominio de conocimientos de la disciplina que imparten”. Da a conocer un dato importante: del total de los que “presentaron esta evaluación, 87% de los docentes cuentan con estas herramientas lo que es un dato esperanzador para el país”. Hace cuentas: si hay 1.4 millones de docentes en la escuela obligatoria, “182 mil no tienen las condiciones mínimas para ejercer su profesión”. Calcula que si atienden a 30 estudiantes, cada uno en promedio, a “cerca de 5.46 millones de escolares” les causará daño su “condición de insuficiencia”.
Argumenta que esos profesores carecen de una o dos condiciones: “no cumplen con la normalidad mínima o carecen de las competencias profesionales que aseguren el aprendizaje de los estudiantes” y por ello ponen en peligro grave a 5 y pico millones de alumnos.
La evaluación que reivindica, entonces, “protege” a esos alumnos que no tienen “asegurado su aprendizaje” porque los atienden profesoras y maestros incapaces. Hay que subrayar lo que se infiere de lo escrito por Eduardo Backhoff: las competencias profesionales de los docentes tienen la capacidad de asegurar el aprendizaje de sus pupilos. Si admitimos, por un momento, sin conceder esta relación unicausal entre resultado de cada profe en la EDD y el aprendizaje, podemos hacer lo mismo, pero al revés: 87% sí puede generar, por su acción y de manera directa, aprendizaje. Son un millón 218 mil. Con tres decenas de alumnos en promedio, como hace en sus cálculos, atenderían a 36 millones 540 mil estudiantes. Usted sabe que, en la educación obligatoria, no hay 42 millones de personas (los más de 5 de él, sumados a los 36.5 resultantes de mis cuentas).
Esta cantidad es, dado que propone una media de 30 alumnos per cápita docente, un “supongando”, como diría Cantinas. La proporción de estudiantes en riesgo de no aprender por culpa de los “insatisfactorios” es la misma: 13%, mientras que el 87% de la matrícula, bienaventurados, está a salvo. De ser así, se impone una cuestión: si tantos aprenden de seguro, si casi 9 de cada 10 es atendido por un docente “satisfactorio”, no se diga si es “bueno” y cuantimás si resultó “destacado”, ¿por qué los resultados en los exámenes de PISA, o el que hace el propio INEE (Planea), son tan malos? Al terminar la secundaria, cuatro de cada diez alumnos tienen problemas graves al leer y escribir, y seis en matemáticas. La conclusión es clara: el aprendizaje no depende sólo del profesor ni mucho menos de la clasificación en que lo ubica la mentada evaluación.
El aprendizaje es función de muchos factores relacionados, entre los cuales, lo ha escrito él mismo aquí, al menos la mitad son extraescolares —pobreza, desigualdad en las condiciones socioeconómicas de origen, carencia de posibilidades de apoyo al saber escolar en las familias y los contextos sociales de residencia, por decir algunos— y la otra mitad a la situación escolar en que ha ocurrido su trayectoria, que contiene muchos elementos a su vez. A pesar de los pesares, se sigue sosteniendo que el aprendizaje depende del profesorado: lo asegura. Que los docentes, si no son satisfactorios en el examen, ponen en riesgo a la niñez que atienden.
Lo que resulta muy peligroso para el futuro educativo del país es la insistencia en simplificar las cosas y proponer a la evaluación (a la examinación, mejor dicho) como la Piedra Filosofal con la que soñaban los alquimistas. Aguas: van en sentido contrario