Lucha por las palabras

Sebastián Plá

Las palabras no son sólo palabras y luchar por ellas es fundamental dentro de una sociedad democrática. Por eso, no debemos menospreciar cuando se pretende eliminar calidad o neoliberalismo de los libros de texto, ni tampoco olvidar cuando nos bombardearon durante años y desde diferentes frentes con la calidad educativa. Ni su inclusión ni su eliminación dejan de tener dimensiones políticas y educativas. Si no estamos acostumbramos a ver la dimensión política de calidad, eficiencia, competencias o aprendizaje y sólo reconocemos como adoctrinamiento su exclusión, es porque estamos familiarizados con la vieja fórmula retórica que sostiene que mientras más se acerque lo que uno dice al status quo menos político se considera y mientras más se aleja de él, más ideológica es la etiqueta que se le pega. Pero en realidad en educación no hay menos o más política, pues es un asunto de todos y todas y por tanto es un asunto público, político. 

Si consideramos entonces que las palabras tienen historia, política y diversos usos en el ámbito educativo, vale la pena pensar la exclusión y la inclusión de, por ejemplo, sociedad del conocimiento, como dos miradas educativas que pretenden imponer formas de entender las infancias, las juventudes, al mundo del trabajo, a las ciudadanías y los conocimientos que una generación adulta debe transmitir a los recién llegados, como diría Arendt. Entonces, discutir o luchar por las palabras es prioridad, pero una prioridad que mira hacia el largo plazo, hacia lo que entendemos por lo común.

Retomemos sociedad del conocimiento, que es definida puntualmente en el modelo educativo de Peña Nieto. Ahí, se sostiene una mirada económica del conocimiento, pues se valora como el verdadero capital de la economía global. La educación debe preparar para esta sociedad, es decir, crearla. Esto implica la reducción de conocimientos en la enseñanza y el desarrollo de habilidades cognitivas y competencias básicas que todo individuo debe saber. Es lo que he denominado en otros espacios supracognición, es decir, una idea política de cognición que se basa en la noción de un aprendizaje universal que se impone sobre el resto de los saberes nacionales o locales. El objetivo del sistema educativo es producir sujetos que posean el capital humano para funcionar en la sociedad del conocimiento, atada inexorablemente a la idea de flexibilidad laboral. Otros llaman a este capital humano un cognitariado, una forma de proletariado cuya fuerza de trabajo es la cognición, pero que carece de identidad de clase.

Eliminar la palabra sociedad de conocimiento de los libros de texto o los programas de estudio permite suponer que se está proponiendo otra organización social. Esta nueva sociedad, según puede dilucidarse de la primera versión del plan de estudios para la Educación Básica de la Nueva Escuela Mexicana, estaría basada en la comunidad, en lo local. La diferencia no es menor, sobre todo si consideramos que el sistema económico, que es lo que pretende ser la sociedad de conocimiento, ya no es la finalidad en sí misma de todo el sistema educativo. Aquí, podría pensarse, se quiere educar más en una ciudadanía capaz de comprender la dimensión histórica y cultural del presente, que tenga identidad nacional y que reconozca la existencia de diferentes cosmovisiones, que educar al trabajador cognitivo. Dado que todo sistema educativo socializa en una idea de ciudadano, capacita para un determinado mundo del trabajo y subjetiviza o crea formas de ser sujeto, la diferencia entre una propuesta y otra se basa en la dimensión a la que se le de más peso. Peña pretendió capacitar para el trabajo de la sociedad del conocimiento global, López Obrador para una ciudadanía nacionalista. Ninguna de las dos se preocupa mucho por el individuo.

La exclusión de las palabras neoliberales en los libros de texto implica todavía más cosas, incluso algunas francamente contradictorias. Por mencionar algunas, podemos decir primero, que para la administración actual el currículum verdadero es el libro de texto. Esto tiene cierta razón, basado en las prácticas comunes de muchos docentes, pero muestra un desconocimiento profundo de los procesos básicos de una reforma curricular. Un segundo aspecto como resultado de este desconocimiento, es poner en el mismo saco los libros de primaria (únicos, gratuitos y obligatorios) con los de secundaria (no son únicos). En tercer lugar y más relevante a mi parecer, es que eliminar, por ejemplo, la palabra neoliberalismo porque promueve una visión pesimista en los y las estudiantes implica promover de facto una historia escolar basada en el olvido. Se censura de la enseñanza lo que no gusta. Si sucede esto, una historia que oculta las complejidades del ser humano en sociedad, seguimos en la misma historia oficial de siempre. Finalmente, está el concepto de las infancias como personas que deben vivir en una burbuja de inocencia. Esto último, como han mostrado ampliamente los estudios de Susana Sosenski, despolitiza a los niños y niñas porque los considera, en el fondo, incapaces de pensar críticamente. En vez de enseñar sobre un tema, se le oculta para que no pierda la inocencia.

La lucha por las palabras en la educación no es menor. De ahí que Max Arriaga le de tanta importancia, como lo hace también El Universal. Implican muchas cosas, en especial aquello que se considera más valioso y legítimo para que se enseñe en nuestras escuelas. Su inclusión y exclusión en los libros de texto y en la escuela es un asunto de todos, un asunto público. Por eso, debe discutirse con plena consciencia de que no es un asunto politizado, sino política en sí mismo. Pero sobre todo, implica discutir qué individuos y qué sociedad queremos para el presente y para el futuro. En este sentido, luchar por las palabras es luchar por definir algo esencial en todo acto educativo, la utopía. 

 

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