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A Dios rogando

No conozco a nadie informado que se sienta satisfecho con nuestra arquitectura constitucional. El cambio de régimen nunca se concilió con la estructura orgánica que veníamos arrastrando sino que se montó en ella, para producir el peor de los mundos institucionales: un sistema pluralista de partidos engarzado con una tradición presidencial, contrarrestada por dos poderes federales y tres niveles de gobierno con amplios márgenes de autonomía. Vivimos los primeros doce años de este nuevo siglo con el arreglo más precario, sin que nadie fuera capaz de ponerle el cascabel al gato de una reforma constitucional completa.

El regreso del PRI a Los Pinos fue una secuela de ese desarreglo: el partido que conservó la mayoría de los gobiernos estatales y municipales, no sólo volvió a la Presidencia por sus méritos sino por las expectativas frustradas de la transición. Como lo fraseó Luis F. Aguilar en su momento, en aquellos años pasamos de la prepotencia a la impotencia. Los presidentes del partido azul no pudieron lidiar con el triple anclaje de una oposición más poderosa, un Congreso en minoría y un federalismo en rebeldía. Se equivocaron de estrategia, minaron sus reservas de confianza y al final devolvieron la casa a sus dueños habituales.

Pero la vuelta al presidencialismo tampoco ha sido ni podrá ser eficaz para afrontar los problemas actuales del país porque, a pesar de todo, las condiciones han cambiado definitivamente.

Aunque Enrique Peña Nieto quisiera volver atrás para reconstruir el predominio de las alianzas personales y los aparatos partidarios para devolverle autoridad plena a su gobierno —en el viejo estilo autoritario de mitad del siglo XX—, lo cierto es que el diseño constitucional vigente está tan cruzado de candados que, de intentarlo, sólo conseguiría volverse un aprendiz de brujo.

A pesar de todo, los procesos electorales ya no podrían volver a ser rituales de legitimación vacíos de contenido sustantivo; el Poder Judicial y la SCJN ya no podrían convalidar cualquier decisión del Presidente sin perder autoridad moral; los partidos de oposición al PRI, aún menguados y dispersos, son mucho más fuertes que en cualquier otro momento del pasado; el Congreso ya no representa solamente a los leales del sistema, sino a poderes, grupos e intereses reales del país; y los gobiernos locales dejaron de ser filtros y telón de fondo de las decisiones tomadas en Los Pinos. Ninguno de los recursos que tuvieron los presidentes autoritarios del pasado —excepto la lealtad acrítica y vertical de su partido— está vigente en el México de hoy.

Además, la propia transición ha producido una panoplia de organismos autónomos de Estado y ha reconocido derechos fundamentales que tampoco formaban parte del escenario que tuvimos en el siglo XX. Todo esto, sin contar con una sociedad mucho más activa e informada, ni con el poder que le otorgan los nuevos recursos electrónicos a la organización de las causas ciudadanas. De modo que intentar siquiera una vuelta atrás sería, lisa y llanamente, una locura.

Lo sensato sería, en cambio, volver a imaginar a México en el largo plazo. Desatar los lastres atados al presidencialismo del pasado y aligerar la carga de la democracia. Darnos la oportunidad de darle orden a la Constitución, afirmando los derechos ya ganados y rediseñando las instituciones encargadas de hacerlos válidos. Si el Congreso tuviera las agallas suficientes, tendría que tomar al toro de esta crisis por los cuernos y convocar, al menos, a un ejercicio intelectual, político y jurídico para reconfigurar el régimen constitucional que México requiere para concluir el siglo. Si todos sabemos que en las condiciones actuales no habrá soluciones duraderas, ¿qué más estamos esperando para darle paso a esa tarea? A Dios rogando y con el mazo dando.

Investigador del CIDE

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