Becas nacionales: cuántas, cómo y para qué

Susana Quintanilla (*) 

La primera señal de que algo nuevo ocurría en mi entorno inmediato fue un mensaje en el muro de una egresada de maestría de la institución en la cual trabajo, el Departamento de Investigaciones Educativas del Cinvestav. A través del océano incierto de las redes sociales, la joven informó que  su solicitud de beca a Conacyt para dedicarse de tiempo completo a sus estudios de doctorado en un programa reconocido en el Padrón Nacional de Posgrados de Calidad (PNPC) había sido rechazada.

Antes de haber recibido esta resolución, la estudiante eligió el doctorado más pertinente a sus intereses académicos, propuso su candidatura, pasó por un estricto proceso de admisión, renunció a su trabajo, comenzó los cursos y gestionó su solicitud de beca en la convocatoria de invierno (enero y febrero)  de 2017 del Conacyt. El resultado preliminar de esta convocatoria la obligó a tomar una decisión crucial: si continuar o no su largo camino (25 años de escolarización y otros más de empleo) hacia el encuentro con su vocación.  Decidió seguir.

Para alguien ajeno a la dinámica de la ciencia en México, esta historia puede resultar irrelevante. No así a quienes nos dedicamos de forma unívoca a la investigación y la enseñanza en el contexto de la educación superior. Cualquier científico de cualquiera de las áreas del conocimiento y de las modalidades en la producción, difusión y aplicaciones de este último sabe que la realización plena de su trabajo depende del más pequeño nivel de la pirámide escolar, el del posgrado de calidad. Sabe también que este nivel está sujeto al gasto público federal que se le otorgue al Conacyt.

Esta interdependencia ha hecho que durante los últimos quince años las instituciones de educación superior, centros de investigación e institutos, ya sean públicos o privados,  que ofrecen programas de posgrado  o dedicadas exclusivamente a este último hayan dirigido recursos y esfuerzos al ingreso, la permanencia y el “ascenso” en el PNPC del Conacyt. Esta es, o era, la vía para ser competitivo en el mercado de la educación terciaria escolarizada. Si “tu” programa no “está” en el PNPC, entonces perecerá. Por muchos motivos, entre otros porque los estudiantes que admitas no tendrán garantizadas sus becas. Sin éstas, los aspirantes optarán por otros programas; sin candidatos, los profesores no podrán cumplir sus “cuotas” de graduados para el Sistema Nacional de Investigadores (SNI); sin una proporción alta de profesores en el SNI y una distribución óptima entre los distintos niveles de éste, el programa no puede aspirar a ser competente a nivel internacional.  Y así sucesivamente, en una espiral atravesada por formatos de todo tipo cuyo llenado y cumplimiento implica no sólo una inversión económica considerable en infraestructura, planta académica y apoyos a los alumnos sino el aumento de la eufemísticamente llamada gestión administrativa, que bien podríamos llamar por su nombre: burocracia.  El acrecentamiento de esta última conlleva una concentración de poder en la toma de decisiones y el predominio de lógicas distintas, en ocasiones antagónicas, a los principios originales de la academia.

El cumplimiento de los parámetros de calidad y pertinencia establecidos por la evaluación académica se ha convertido en la meta final de las instituciones, y no la satisfacción de las funciones sociales atribuidas a la formación especializada en todos los campos del saber. Según algunos expertos, lo anterior es uno de los “efectos perversos” de los modelos evaluativos prevalecientes. Pocos han advertido que esta “perversión” tiene a menudo de trasfondo una realidad incómoda: el desempleo de los egresados de educación superior y la caída de los salarios de los profesionistas. Este es el caso de México, donde la demanda de acceso y el crecimiento de la matrícula en posgrado han funcionado como una pequeña válvula de escape en la inmensa olla de presión social que significa la expansión de la educación superior en un contexto económico adverso.   Estudiar una especialidad, una maestría o un doctorado escolarizado y reconocido como de calidad por el Conacyt aporta no sólo un aumento del capital curricular, sino un ingreso cuyo monto puede estar, dependiendo de la rama ocupacional, por arriba del promedio salarial en el campo profesional. Aun así, no es mucho ni resulta socialmente improductivo.

Manifestación de estudiantes de posgrado

Crecimiento económico y formación de capital humano

Es común que estas contradicciones no sean consideradas cuando el gasto público favorece el crecimiento, como ha sucedido en México durante las dos últimas décadas. Si tomamos de referente la evolución del PNPC  (creado en 1991 por el Conacyt y la Subsecretaría de Educación Superior de la SEP), podemos decir que este nivel ha crecido a un ritmo sostenido. El PNPC “heredó” de su antecesor, el Índice de Excelencia, 414 programas. En la actualidad, tiene 2069 programas, 1673 más que hace 25 años. Durante el mismo periodo, la cantidad de becas nacionales asignadas a estos programas aumentó de 5570 a 63000.

En épocas de bonanza o estabilidad, la inversión pública para la formación de capital humano especializado mediante la educación terciaria es considerada benéfica en sí misma e indispensable para lograr el progreso económico. Con base en esta premisa, se establecen metas tomadas de otros países o señaladas por los organismos internacionales de los que México forma parte, como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). De acuerdo con un reporte reciente de esta organización, México está en el doceavo lugar de los 35 países miembros en el número de graduados de doctorado, inmediatamente después que Canadá, casi “al parejo” que Holanda y Turquía, y mucho antes que Chile. Sin embargo, su tasa de crecimiento en este indicador durante el periodo de 1999 a 2014 es mucho menor que el de India,  el único país “no desarrollado” que está entre los cuatro “gigantes” que aportan más del 50% de doctorados del total de miembros de la organización, al lado de Estados Unidos, Alemania y Reino Unido.

El reporte mencionado permite inferir que no siempre existe una relación causal directa entre el crecimiento económico y el de la cantidad de personas con título de doctorado. Tampoco la hay entre los resultados en las pruebas de rendimiento en ciencia, matemáticas y lectura (agrupadas bajo la sigla PISA) y los avances cuantitativos en este nivel educativo. En este sentido, resulta paradójico que México haya permanecido “estable” desde 1996 en los más bajos promedios de PISA, por lo que aparece con el color rojo en el mapamundi de la OCDE, mientras que en el rubro que nos ocupa está dentro de la media. Lo común es que haya concordancia entre uno y otro indicador, lo cual sugiere que, a largo plazo, hay una relación entre ellos. Pero eso depende no tanto del crecimiento, sino de la orientación social que se le dé a éste.

Los datos de la OCDE muestran la importancia de las decisiones gubernamentales y de su sostenimiento a largo plazo. Nadie niega el peso de las condicionantes económicas. La cuestión es que, ya sea en épocas de abundancia o de escasez, se toman medidas políticas sustentadas no en el capital humano acumulado y el cumplimiento de los derechos humanos supuestamente garantizados constitucionalmente, sino en “prioridades” inmediatas, como la competencia electoral en un contexto de desgaste generalizado del sistema partidario y de impopularidad  creciente del gobierno en turno.  Esto en contra de experiencias y recomendaciones que indican lo contrario: que la capacidad de resiliencia y recuperación económica depende, en buena medida, del sostenimiento en la inversión que se haga en educación, salud, cultura, productividad, medio ambiente y combate a la corrupción. Y, como lo muestra el caso de India, en  ciencia, tecnología e innovación.

En México (y en Estados Unidos también, aunque por otros motivos), se actuó en el sentido opuesto al recomendado. Según un estudio del Centro de Estudios de las Finanzas Públicas de la Cámara de Diputados, el total del gasto programable para 2017 fue -6.1% menor que el de 2016, que ya llevaba a cuestas un decaimiento acumulado. Con este déficit inicial, el ramo  Educación Pública, prioritario en el concepto fiscal Desarrollo Social, tuvo una variación de -13% respecto del año anterior. El de Ciencia, tecnología e innovación, que está  en el concepto de Desarrollo Económico, tuvo una variación real de -17.4%.    Esto significa un retroceso considerable que nos sitúa cada vez más lejos del compromiso de campaña del presidente Enrique Peña Nieto de destinar a este rubro el 1% del PIB, el mínimo recomendado por la OCDE. Si a principios del sexenio presidencial el tema era cómo distribuir la abundancia, ahora es cómo sobrevivir la penuria. Dudé en seleccionar esta palabra, pero el hecho de que el Conacyt reconociera un recorte total del 27% me convenció de escribirla.

Hay quienes ven esto último como un  “bache” que pronto será cubierto para continuar la ruta ascendente. Muchos quisiéramos que así fuera, pero sabemos que no lo es. Al menos no en los fondos destinados a becas nacionales para los programas presenciales del PNPC que exigen dedicación exclusiva de los estudiantes. En este rubro se estableció la “meta” de mantener el mismo número de becas que el año anterior. Algo anda mal cuando el propósito es no crecer, lograr un crecimiento 0. Peor aún si se reconoce que este “fin” es para una de las tres prioridades del Conacyt; las otras dos son el SNI y el programa de cátedras. De este esquema, se puede inferir que se decidió no afectar a la planta académica consolidada, a la población escolar vigente y a los jóvenes investigadores recién incorporados al sistema, aun a costa de fondos igualmente prioritarios para que puedan realizar con plenitud sus actividades.

El recorte del presupuesto coincidió con la primera de las dos convocatorias anuales del Conacyt para la asignación de nuevas becas a los estudiantes inscritos recientemente en los programas del PNPC cuyo calendario escolar inició este año. El texto de dicha convocatoria agregó una consideración no existente en las de años anteriores. Como no quiero que se me atribuyan errores sintácticos, la transcribo textualmente:  “el otorgamiento de las becas estará sujeto al calendario escolar y al número de estudiantes por profesor requerido para el PNPC, aunque en principio las becas se asignarán con base al número de becas otorgadas en periodos pasados. De requerir un mayor número de apoyos deberá solicitarlo por escrito debidamente justificado, a la Dirección de Becas por medio de documento oficial”.

Este “principio” fue aplicado a pie de letra por el Conacyt, que por vez primera desde los terribles años ochenta del siglo veinte tuvo que ejercer otra consideración, esa sí explícita en las convocatorias pasadas: “…el número de becas que se asignarán estará sujeto a la disponibilidad presupuestal del Conacyt en el rubro destinado al programa de becas nacionales”. Reconozco estos términos, porque están también en el convenio del SNI que firmé electrónicamente y en los de todos los miembros de este sistema.  Esto significa que profesores y alumnos pendemos de un hilo muy delgado.

El Conacyt envió a los coordinadores de los programas o, en su caso, a los directores de posgrado de las instituciones, los resultados preliminares de lo que fue designada como la primera de tres fases en la asignación de becas a los estudiantes de ingreso reciente. Si bien los mensajes de correo  tenían la consigna de que no fueran compartidos, algunos de los remitentes transmitieron la información y la dieron como definitiva. En el transcurso de unos cuantos días, claustros de académicos, mandos medios, rectores y directores de centros e institutos de investigación hicieron declaraciones públicas, emitieron comunicados y citaron a conferencias de prensa.  Si bien hace falta un seguimiento más preciso, es claro que los extrañamientos y las protestas se concentraron en las universidades, tanto públicas como particulares.

Los estudiantes de posgrado, organizados en una coordinadora nacional, llevaron la delantera mediante una campaña informativa que incluye preguntas pertinentes no sólo respecto a cuántas becas y cómo asignarlas, sino acerca de lo que esto significa para el presente y el futuro de la ciencia en México. Confieso que fueron estas interrogantes las que me animaron a escribir un artículo de ocasión, posponer su publicación, repensar el tema y, finalmente, decidir que valía la pena estudiarlo más allá de la inmediatez. Confieso también que buena parte de la información para este propósito fue obtenida, procesada y compartida por becarios que, sin ser afectados directamente por las medidas, se han solidarizado con un movimiento más amplio que va directo al grano: la inversión pública tanto en educación superior y posgrado como en ciencia, tecnología e innovación  y su redistribución “justa” con base en criterios inclusivos. Este artículo está dedicado a ellos.

Movilizaciones estudiantiles

Movilizaciones estudiantiles

La respuesta de los estudiantes de posgrado fue precedida  por  la movilización originada en torno al traspaso del salario mínimo a la UMA para determinar el monto de las becas de manutención.  El rechazo a esta iniciativa propició la formación de redes que facilitan el intercambio de información, proporcionan las dimensiones, a escala nacional, de la población estudiantil en este nivel educativo y, sobre todo, enlazan a esta pequeña comunidad con otros sectores universitarios, politécnicos y tecnológicos. Quizá sea este el motivo por el cual el rector de la UNAM se adelantó a los tiempos establecidos por el Conacyt al declarar que esta institución “dará” becas a los estudiantes admitidos en sus programas del PNPC que no sean seleccionados en esta convocatoria del Conacyt. Me hubiera gustado que el anuncio fuera hecho en otros términos: que la UNAM destinará una pequeña fracción del presupuesto público que le fue asignado para atender una problemática que le compete de manera directa.

Pese a las declaraciones de las autoridades en el sentido de que los aspirantes afectados son menos de una centena, que están mal informados y que algunos estudian “por moda” o conveniencia,  los estudiantes fueron ganando simpatías en la opinión pública. En parte por lo novedoso de su discurso y de la creatividad para expresarlo, pero, sobre todo,  por el hartazgo de la población “letrada” ante la danza de miles de millones de pesos “desaparecidos”  en algunos estados de la República y sectores del gobierno federal, así como los salarios y las canonjías otorgadas a funcionarios, legisladores y magistrados. Más cerca del asunto que nos ocupa están los plagios académicos, las sanciones a algunas universidades públicas estatales por el manejo indebido de recursos, y, finalmente, el alardeo, por parte de funcionarios de alto nivel, de títulos de licenciatura y posgrado no registrados ni avalados por ninguna institución. El seguimiento de los comentarios a las notas periodísticas y de los  blogs y “muros” relativos a las becas deja claro que los opinantes prefieren más y mejores posgraduados que diputados, senadores, políticos y burócratas. Es decir, consideran que el dinero público destinado a la educación terciaria, a la que a menudo se le acusa de elitista, está bien gastado.

Si la estrategia de control de daños era mostrar a los inconformes como una minoría privilegiada que lucha por su manutención, entonces algo falló. No sólo por el descrédito del sistema político y partidario, sino debido a que los comités y las coordinadoras estudiantiles encabezan, de ya, la defensa de la ciencia en México. Sus lemas, comunicados y proclamas no reiteran el consabido “en contra de” sino que expresan  el sugerente “a favor de”. No se limitan a la exigencia de más recursos, sino que sugieren una redistribución justa y supervisada de estos. Los cálculos imaginativos de qué se hubiera podido hacer en ciencia si, por ejemplo, se hubiera destituido a Javier Duarte desde las primeras señales de corrupción de su gobierno en Veracruz impactan a una población fastidiada de la impunidad y el despilfarro.  Menos impactante, pero más real, es una infografía hecha por becarios de la UAEM que “distribuye”, en términos de becas, los $ 265, 812, 671 millones de pesos otorgados al Instituto Electoral del Estado de México para concluir que con esa suma se podrían cubrir en su totalidad dos años de beca a 1025 alumnos de maestría y cuatro años  a 538 de doctorado.

Si bien el manejo confuso de la información no permite conocer aún los alcances de las medidas tomadas (ni siquiera se conoce cuántos y cuáles programas de posgrado propusieron candidatos en esta convocatoria y cuántas solicitudes hubo), hay elementos para un análisis preliminar que resulta inquietante no tanto por la cantidad de posibles afectados sino por los cambios en los procedimientos seguidos en los últimos 25 años para la asignación de las becas nacionales a la matrícula admitida en los programas presenciales del PNPC. Durante este periodo, las instituciones responsables de convocar, admitir y formar a los estudiantes de nuevo ingreso funcionaban como una especie de gestoras ante el Conacyt. A su vez, este otorgaba las becas para que los inscritos pudieran cumplir la exigencia, en este caso real y no simulada, de dedicarse exclusivamente a sus estudios. Todas las solicitudes eran aceptadas, con excepción de aquellas que no cumplieran con los requisitos establecidos en la convocatoria. De aquí que las instituciones agreguen a su oferta de programas reconocidos en el PNPC el dato de que todos sus estudiantes reciben becas. Pero algo está cambiando: en la dieciochava  Feria de Posgrados de Calidad realizada el sábado 25 y domingo 26 en el World Trade Center, quienes atendían los stands se encargaban de decir que el otorgamiento de beca a todos los aspirantes que fueran admitidos no está garantizado. La presencia de un comité de la Coordinadora Nacional de Estudiantes de Posgrado hacía innecesaria la aclaración.

El martes 21 de marzo, cuatro días antes de la feria, el Conacyt convocó a una conferencia de prensa. El análisis del audiovisual de este acto, de una hora y pico de duración,  permite entresacar datos más fidedignos que los difundidos a través de las notas periodísticas y los comentados en artículos de opinión. Complementado con las cifras contenidas en la “nota informativa” dirigida por el Conacyt a la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES) el 28 de marzo, éste es el panorama: el presupuesto asignado a este rubro tuvo un crecimiento real de 0.9% respecto del año anterior, de modo que el número de nuevas becas nacionales no crecerá, o lo hará en una proporción mínima.  De las 24, 975 becas calculadas,  23,755 serán asignadas a estudiantes de ingreso reciente a posgrados presenciales mediante dos convocatorias. En la primera, que es el detonante del conflicto, se distribuirán 7,398, y 16,357 en la convocatoria siguiente. El resto (1,220 becas) corresponde a los programas de especialidades médicas, posgrados con la industria y no escolarizados y becas mixtas o de movilidad. Se espera que al finalizar el año haya un total de 54,386 becas nacionales vigentes.

Seguramente el lector se preguntará por qué, si las cifras coinciden, cerca de veinte programas escolarizados de calidad, según la base de datos nutrida por los propios estudiantes, han reportado que les fue asignado una cantidad de becas menor a la solicitada. Los números varían desde 0 asignaciones hasta   uno o dos “rechazados”.

Información insuficiente

A partir de esta pregunta tendremos que movernos en el terreno de las suposiciones, porque no hay, y si la hay aún no se ha hecho pública, información suficiente para analizar la distribución, por programas, por tipo de instituciones, por áreas del conocimiento y por grado de estudios (especialidades, maestrías y doctorados) de las 7000 becas que, de acuerdo con un mensaje del Conacyt, ya han sido asignadas adelantándose a un proceso de “reacomodo” originalmente planeado para mayo. Sin embargo, al paso de los días ha ido quedando claro el cambio en las reglas del juego.  En primera instancia, el Conacyt aplicó el principio establecido en la convocatoria de que cada programa tendría el mismo número de becas que en 2016, independientemente de la cantidad de estudiantes de reciente ingreso.  Esto explica el por qué a los programas bienales (es decir, que abren convocatorias de ingreso cada dos años) no se les pre asignó beca alguna. Y explica también el “misterio” de, por ejemplo, haber solicitado 14 becas y recibir como respuesta que sólo te corresponden 6.  Esto pese a que en la última evaluación del programa el comité evaluador haya recomendado aumentar la matrícula estudiantil de acuerdo con el tamaño de la planta académica o, en su caso, de las líneas de generación y aplicación del conocimiento.

Una vez concluida esta primera fase, dio inicio un proceso de reajuste y negociación entre los programas de una misma institución y de ésta con el Conacyt. Por vez primera desde 1991, este último delegó en las instituciones la responsabilidad de reacomodar las solicitudes sobre el entendido de un “techo” que no crecería a menos de que hubiera una petición plenamente justificada. Esta fue la primera señal de alarma, y las reacciones fueron muy variadas.  Poco a poco creció la exigencia, por parte de los estudiantes, pero también de las autoridades y de los consejos académicos,  de que el Conacyt otorgue el total de las becas solicitadas. Como mencioné, esta demanda ha tenido mayor eco entre las universidades públicas de los estados y en la UAM. De las particulares, sobresalen las del sistema jesuita. Según la nota informativa mencionada, 23 instituciones han tramitado ante Conacyt la solicitud de ampliación de becas.

Ya que hablamos de compromisos, debo decir que comparto la decisión del Conacyt de haber sacado de la “puja” general las becas destinadas a los programas del PNPC en la modalidad de especialidades médicas. A diferencia de los programas escolarizados, dirigidos principalmente a la investigación o la práctica profesional, los de esta modalidad están regidos por parámetros que reconocen su carácter académico-profesional, su orientación a la investigación clínica y el trabajo docente y asistencial. Los requisitos de ingreso, permanencia y egreso de los residentes son reglamentados por la Secretaría de Salud. A su vez, los programas son evaluados con base en criterios que ponderan el impacto social proporcionado por los índices de salud establecidos para las especialidades. En términos “humanos”, esto significa la atención a miles de pacientes y la supervivencia de una de las ramas más trascendentes y valiosas de la producción del conocimiento, la investigación clínica. Ambos elementos han sido también afectados por la “distribución a la inversa” del ejercicio fiscal y los recortes adicionales, que afectaron “dramáticamente”, término que aquí sí aplica en todos sus sentidos, al sector salud.

La resolución, por ahora en suspenso, del conflicto coyuntural, puede ir en dos caminos: que se cumpla la demanda de “becas para todos” mediante una ampliación del fondo federal destinado a este rubro, o que se proceda a la redistribución con base en las decisiones que tomen las instituciones y el cabildeo en otras esferas. Es factible que en esta ocasión se tomen ambas rutas, ya que el monto financiero que implica es pequeño. Aun así, sólo se aplazaría un dilema cuyas dimensiones crecerán muy pronto. Están pendientes los resultados de la evaluación para la permanencia y el nuevo ingreso del PNPC, que muy probablemente amplíen la cantidad de programas y, por tanto, el volumen de las becas solicitadas. Está también en proceso la evaluación para el ingreso y reingreso vigente en el SNI, que posiblemente ampliará la planta académica acreditada para dirigir tesis de posgrado. Si a esto le sumamos la convocatoria de becas mixtas, indispensables para cumplir los indicadores de calidad en la formación de los estudiantes vigentes, y la de becas en el extranjero, que por la reducción de fondos encaminará a los solicitantes hacia los programas de competencia internacional del PNPC, entonces podemos predecir el colapso de un sistema que, como dije al inicio de este ensayo, crece en espiral con una lógica de autoconsumo. El progreso improductivo, diría Gabriel Zaid.

No soy partidaria de quienes creen que las crisis, al igual que las enfermedades, son una especie de bendición para cambiar nuestras vidas. Tampoco comparto la “radicalidad posmoderna” que le apuesta todo al “truene” de las contradicciones para, ahora sí, llegar al paraíso sin Estado que nos conduzca.  Desde hace más de dos décadas estoy apartada de la izquierda partidaria que convoca a la lucha de fuerzas políticas para después sostener lo insostenible.  Si en alguna postura estoy, ésta es la de repensar colectivamente, de preferencia con estudiantes y  jóvenes investigadores de áreas de conocimiento distintas a la mía, la conveniencia “pública”, y no sólo del sistema público, de reorientar lo que se tiene hacia lo que se quiere para el futuro inmediato y se requiere a largo plazo en la construcción de un Estado de derecho. Pero esto implica salir del “formato” de evaluación en el que hice mi carrera académica desde que fui beneficiada por una beca de la UNAM para concluir la tesis de licenciatura y realizar estudios de posgrado.  De los “indicadores” cumplidos que más me satisfacen, está el haber contribuido a la formación, mediante la dirección de tesis, de poco más de treinta estudiantes de licenciatura, maestría y doctorado. Todos ellos son ahora mis colegas. Comparto sus interrogantes acerca de si el camino que hemos recorrido es el correcto respecto de los ideales que aprendimos juntos y con grandes maestros. Quizá este sea el momento para imaginar vías alternas a las impuestas por un modelo de evaluación que desde hace tiempo está haciendo aguas y en riesgo de encallar.

(*) Investigadora del Departamento de Investigaciones Educativas (DIE) del Cinvestav

 

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