No lo sé de cierto, pero me dicen los que han andado por los laberintos de la Secretaría de Educación Pública que, además del famoso escritorio de Vasconcelos, en la oficina del secretario hay una ventana muy peculiar: no da a la calle, sino a una plaza imaginaria que permite ver al magisterio nacional. Si como dice Piaget: “uno no sabe lo que ve, sino ve lo que sabe”, la imagen del inmenso conjunto de docentes y trabajadores asociados a las tareas del aprendizaje en el país, está condicionada por quien mira y, entones, la percepción resultante no es ajena, sino posible, a partir de los juicios previos de quienes observan. En 2012, las élites políticas y económicas –a las que siempre acompañaron la mayoría de los medios de comunicación– se reunieron para tener acceso al ventanal.
La representación de su mirada suscitó asombro e indignación: ¿esas son las profesoras y los profesores del país? Frente a ellas, estaban los docentes. Fueron vistos como un conjunto indistinto: todos impresentables, bruscos, a todas luces ignorantes y fachosos, totalmente distintos a la idea de la manera en que debía retratar un profesorado idóneo. Incluso, a los mirantes, desconocedores del país que habitan y al que iban a cambiar, les pareció ese conglomerado demasiado moreno y “sin clase”. Tan distintos a los profesores de Finlandia, o cualquier sitio de la Extranjia desarrollada que conocieron en sus tempranos viajes y posgrados. ¿Qué hacer? Ya sabemos su estrategia: desde el desprecio, era necesario evaluar cada cuatro años a cada uno y privar de sus derechos laborales ( sobre todo, hacer imposible la permanencia en el empleo pues no genera incentivos al buen trabajo).
Con la chamba en vilo, irían, presurosos, a las examinaciones que una entidad validaría desde la gaya ciencia y la técnica de los reactivos bien calibrados. De ese modo, pronto sería separado el trigo de la cizaña, y los resultados de los alumnos en exámenes estandarizados daría un salto enorme. Para quedar bien atado el mecanismo, conforme al resultado obtenido unos serían llamados satisfactorios, otros buenos y algunos destacados, añadiendo dinero adicional a las categorías altas. ¿Hablar con ellos para saber de sus condiciones y problemas, de los dilemas cotidianos y soluciones a nivel de escuela, de aula? Para qué: es evidente lo que vemos, y sabemos bien que no tienen palabra: mudos e incumplidos. En 2018, con el cambio de gobierno, otros funcionarios se asomaron a la misma ventana y vieron, desde sus intereses, otra cosa: un grupo enorme de docentes, sin rostro, a los que guiaban líderes con cara, nombre y apellido. ¿Qué hacer? Reunirse con los pastores del rebaño para pactar una reforma educativa que demoliera la anterior. No había que modificar mucho la estructura de la previa, sólo quitarle aristas incómodas, y acordar, entre la burocracia y las dirigencias sindicales, cómo orientar a los anónimos a través de las leyes secundarias.
La Constitución aguanta todo, hasta lista de materias: es en los procedimientos donde cristalizan los acuerdos. De nuevo, ¿para qué hablar con el personal docente y conocer sus circunstancias a nivel del aula y las escuelas? Es en balde: ya lo sabemos y nos lo dijeron, además, los que bien los conocen: otra vez el magisterio sin voz, en apariencia “consultado”. Desde ese mirador, que se convierte en espejo de prenociones, y enmarca miradas que se suponen “objetivas”, brotan reformas sin cuenta: sin tomar en cuenta que hay una puerta que da a la calle, a los caminos diversos que llevan a las escuelas donde la docencia ocurre y surge el aprendizaje. Ahí donde la transformación tendría asidero si se supiera escuchar. Queda lejos. Mejor desde la ventana.