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Mitos sobre la (des)igualdad de oportunidades meritocráticas  (Parte II)

Axel Meléndez

El segundo mito es un poco más elaborado y con una complejidad mayor, pues supone que al realizar el trayecto hacía la escalera del éxito, no importa si se es hombre, mujer o si se es disidente de la lógica binaria de género. Este mito se relaciona con el primero, pues, recordando que en la igualdad de oportunidades no importa el punto de partida, sino el trayecto a la meta, el género no debe de representar problema alguno. En este sentido, se podría decir que la igualdad de oportunidades no solo oculta la situación socioeconómica, también oculta el género y el impacto diferenciado de las desigualdades sociales alrededor de este.

Habrá quien diga, principalmente varones, que la igualdad de oportunidades ha garantizado una matrícula más equitativa en cuanto a la población escolar, entonces, ¿dónde se oculta la exclusión de las mujeres y la preferencia hacía los hombres? ¿Dónde se sostiene la afirmación de que la igualdad de oportunidades perpetúa las desigualdades de género si se ha garantizado una matrícula 50% hombres y 50% mujeres? Para aproximar algunas ideas a estas interrogantes es necesario mirar más allá de lo que se presenta a simple vista, cosa que no resta importancia a que exista una matrícula 50-50.

Solo por colocar un ejemplo sobre lo que se pretende problematizar diré que la UNAM, aproximadamente, tiene una matrícula constituida por 50% hombres y 50% mujeres. Pero el problema no solo subyace en mirar a quienes ya se encuentran dentro de esta institución educativa, el problema fundamental se presenta en la población que queda fuera y es excluida. Siguiendo con esta lógica, al revisar los cuadernos de planeación universitaria de la UNAM, en el perfil de aspirantes y asignados a nivel licenciatura 2019-2020, se puede encontrar que las mujeres, a pesar de que representan el número mayor de aspirantes, su porcentaje de ingreso es menor en comparación con los hombres, es decir, de 117, 485 mujeres que deseaban ingresar a la universidad, solo obtuvieron un lugar 12, 639 y, por el contrario, los hombres, a pesar de ser 93,869 aspirantes (23, 616 menos que las mujeres) ingresaron 13, 767 (1, 128 más que las mujeres). Entonces, si bien la matrícula se presenta 50-50, en términos de ingreso y exclusión, esto no significa que las mujeres han dejado de ser mayormente excluidas que los hombres.

Claro, no hay que obviar que si comparamos la matrícula total de la UNAM de este año, con la de 1965 que era de 79, 900 estudiantes en total y de la cual solo 16, 004 eran mujeres, lo que se presenta hoy es un gran avance, pero en términos de exclusión esto está lejos de resolver la problemática de fondo. Aquí es en donde comienza a tener mayor complejidad el segundo mito, pues la igualdad de oportunidades se presenta como neutra a la lógica heteropatriarcal, ya que al no tener relevancia los puntos de partida, no importa que seas un hombre rico o uno pobre, si eres mujer de cierta clase social o si vives el impacto de las desigualdades sociales de forma diferenciada, lo importante es el esfuerzo que emplees. Es decir, lejos de reconocer las problemáticas estructurales y sus impactos diferenciados, en la igualdad de oportunidades, a partir de los supuestos criterios neutros y objetivos, todas las mujeres, si demuestran su esfuerzo y dedicación, sin importar las violencias y desigualdades heteropatriarcales que viven, pueden alcanzar el éxito al igual que cualquier hombre. 

Esta igualdad de oportunidades, a partir de la racionalidad meritocrática, desconoce que, como lo han documentado diferentes corrientes y posturas feministas, las mujeres están en desventaja y viven el impacto de las violencias estructurales con mayor profundidad en comparación con el hombre. En el trayecto a la escalera al éxito, tanto hombres como mujeres, supuestamente están siendo evaluadas de la misma forma, sin importar que el punto de partida sea diametralmente distinto. Esto no quiere decir que no existan particularidades de clase y etnia que son necesarias problematizar, por el contrario, de lo que se trata es de colocar, en términos generales, cómo opera la igualdad de oportunidades meritocráticas a partir de las desigualdades de género, sin desconocer la intersección con otros sistemas de dominación y opresión.  

Por otro lado, lo anterior se articula alrededor de grandes relatos que se expresan en criterios desde una lógica heteropatriarcal, pues convive la competencia, la comparación y la jerarquía como único elemento para mejorar en lo individual. Competencia y comparación que plantea el supuesto de una mejora educativa al colocar a las personas, no solo contra sus propios méritos y capacidades, sino en comparación y competencia con otras y otros. Cosa, que está por demás decir, no se ha expresado en una mejora sustantiva o significativa en el sistema educativo nacional. Para muestra de esto habrá que preguntarnos ¿qué es lo que ha aportado, en la mejora educativa, tantos años de pruebas estandarizadas como ENLACE o PISA que se realizaron con anterioridad? ¿Existe algún dato que compruebe que quienes quedan fuera del sistema educativo, a partir de los criterios de evaluación establecidos, no pueden llegar a ser docentes, investigadores, especialistas o profesionales de alguna rama de conocimiento? ¿El competir y comparar resuelve los problemas que subyacen en nuestro sistema educativo? ¿Se trata de un problema de financiamiento, cobertura e infraestructura o se trata de un problema individual, comparativo y de competencia? O, por otro lado, si se aumentara el presupuesto destinado a la educación y este se viera reflejado en infraestructura, aumento de la cobertura, condiciones dignas para las y los docentes, replanteamiento de planes y programas de estudio, etc., ¿tendría sentido individualizar los problemas educativos?  O bien, si la estrategia empleada, lejos de comparar y establecer una jerarquía académica se preocupara más por atender las desigualdades educativas ¿tendría sentido obligar a competir a las y los sustentantes por un lugar?

Por tanto, la comparación y competencia, lejos de resolver los problemas más profundos de nuestro sistema educativo, han promovido que cada persona, sea cual sea su punto de partida y desdibujando su propia biografía, piense que podrá alcanzar el éxito a partir de sus capacidades individuales y hasta donde las ganas de triunfar se lo permitan, aunque los datos demuestren otra cosa. De esta forma, el sentido común, que va configurándose con mayor profundidad, sigue individualizando los problemas educativos y oculta la existencia de las causas estructurales que aquejan a nuestra sociedad. Este sentido común, que compara y obliga a la competencia, no cuestiona la falta de recursos destinados a la educación, la ausencia de nuevas instituciones o los propios criterios de selección, pues la competencia y comparación, desde una lógica de exclusión, se han convertido en cosas “naturales” dentro de nuestro sistema educativo y nos presentan lo que le conviene a la igualdad de oportunidades meritocráticas, pero no las desigualdades de género en términos de exclusión.

Por otro lado, lo anterior se acompaña de un proceso de naturalización de una jerarquía académica que justifica quién merece estar en los escalones más altos y quién en los más bajos. La jerarquización promueve, entre otras cosas, que los éxitos o fracasos educativos dependen del empeño y mérito que se empleen, pues no importa si en el propio trayecto hubo obstáculos de cierto tipo para unos y de cierto tipo para otras. Lo importante es entender que sí quieres estar dentro de los escalones más altos de la jerarquía académica, tienes que competir, compararte y esforzarte más que otros u otras. Así, la igualdad de oportunidades se entreteje entre las desigualdades sociales operadas por el capitalismo y las promovidas por el heteropatriarcado que encuentran un despliegue particular en el ámbito educativo. Para muestra de lo anterior, aunque hay mucho que criticar y cuestionar sobre la lógica del Sistema Nacional de Investigadores, la comparación, competencia y jerarquización de lo educativo desde la supuesta igualdad de oportunidades, muestra que hasta 2019, del total de 30, 548 miembros del SNI, solo 11, 608 son mujeres, es decir, del 100% solo ellas ocupan el 38%. Estos datos, habrá que problematizarlos más, después de que el CONACYT establezca de manera clara los criterios para pertenecer al SNI.

En estos términos, la meritocracia, que supuestamente no conoce de género, al tratar de hacer creer que existen las mismas condiciones para todas y todos, perpetúa el sistema heteropatriarcal. La meritocracia conoce muy bien las desigualdades entre hombres y mujeres, pero las maquilla al hacer creer que cada cual es arquitecto o arquitecta de su propio destino. En pocas palabras, la supuesta igualdad de oportunidades meritocráticas construye las condiciones para que, al momento de individualizar las problemáticas educativas, se genere la ilusión de que todas y todos somos libres e iguales y lo único que importa son las decisiones y la estrategia empleada para alcanzar el último peldaño de la escalera al éxito. Esto obliga a pensar que, como veremos en una próxima entrega de estos mitos, no existe otro camino o escapatoria a la lógica meritocrática. 

 

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