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Necesidades de la UNAM/La siesta de veinte años

Nota del editorTribuna Milenio convocó a cuatro destacados analistas: Manuel Gil Antón (ColMex y Educación Futura); Rosaura Ruiz (UNAM); Axel Didrikson (UNAM); Sergio Cárdenas (CIDE); y Ulises Flores Llanos (FLACSO) para debatir sobre las necesidades de la UNAM y su futuro. Por ser de interés general, reproducimos aquí el debate.  Bienvenida la deliberación pública.

Cuando Derek Bok fue invitado intempestivamente a desempeñarse como presidente interino de la Universidad de Harvard, tras haber transcurrido 15 años desde la conclusión de su gestión en el mismo cargo, en una de sus primeras reuniones con las autoridades académicas bromeó sobre el hecho de sentirse como Rip Van Winkle, el personaje que tras una siesta que duró inadvertidamente 20 años, regresa a su pueblo para descubrir que todo ha cambiado. Bok no lo decía sin razón, ya que la universidad que había dejado de presidir en 1991 contrastaba de forma importante con la que debió liderar temporalmente en el año 2006.

Una revisión sucinta del entorno en que opera la UNAM y el sistema de educación superior en México, permitiría identificar algunos cambios importantes durante las últimas décadas. Principalmente, destacarían cambios con respecto a incrementos de cobertura y la paulatina expansión y diversificación de la oferta académica, derivada principalmente de la creación de nuevos programas y unidades académicas (incluso fuera del Distrito Federal en el caso de la UNAM), así como de la apertura de múltiples instituciones públicas y privadas en el caso del sistema de educación superior nacional. Estos cambios, sin embargo, no serían suficientes para incomodar a un Rip Van Winkle local a su regreso. Diversos aspectos que influían décadas atrás tanto en la gestión de la UNAM como en la del resto de las instituciones que conforman nuestro sistema de educación superior, continuarían prácticamente sin cambio al día de hoy, particularmente en lo que se refiere a factores que inciden en temas como equidad, calidad, eficiencia, rendición de cuentas y productividad. Por ejemplo, la ley que establece las bases para otorgar financiamiento público a las instituciones de educación superior del país continúa intacta desde 1978, cuando fue promulgada. En otro caso similar, la normatividad que determina las cuotas anuales por pago de servicios educativos en programas académicos correspondientes a media superior y superior en la UNAM, prácticamente sería la misma desde hace casi 50 años.

De hecho, si consideramos a la UNAM como un caso que ilustra adecuadamente los retos que enfrenta el sistema de educación superior en el país, podemos identificar algunos de los principales problemas que las instituciones de educación superior no han logrado resolver en las últimas décadas. Hace casi 30 años ya, el entonces rector hizo una evaluación franca de las condiciones en que operaba la UNAM, destacando, entre otros aspectos, la problemática que representaba la imposibilidad de responder a la demanda creciente por espacios en la educación media superior y superior, la formación deficiente de los egresados de educación básica que debían ser admitidos para no “desperdiciar […] recursos físicos y humanos”, ineficiencias en trayectorias de transición y egreso entre sus estudiantes (incluyendo la cada vez más difícil gestión del pase reglamentado), la constante brecha entre oferta y demanda, la prácticamente inexistente contribución financiera por parte de los alumnos (en ese entonces aportando un peso por cada mil requeridos para financiar sus estudios en el caso de educación media superior y un peso por cada 1,600 en el caso de licenciatura), el incremento injustificado de la nómina académica, la ausencia de orientación vocacional, la falta de actualización de programas de estudio y renovación de prácticas docentes, la falta de rendición de cuentas del personal académico (con ausentismo docente incluido), así como problemas de organización que resultaban en una centralización que favorecía una “grave inercia” y que incluso generaba “situaciones de corrupción, o cuando menos, [de] graves irregularidades”.

Desafortunadamente y de forma un tanto irónica por ser una universidad nacional, no se encuentra un referente actualizado que permita comprender la evolución de los problemas que el rector Jorge Carpizo describía con datos hace ya casi 30 años. Una mirada rápida al informe presentado en el año 2014 por el actual rector provee información sobre algunos de los puntos señalados por Carpizo, como por ejemplo el hecho de que la UNAM acepta solamente el 21% de los solicitantes que incluyen como primera opción a un bachillerato perteneciente a la UNAM en el proceso de selección organizado por la Comisión Metropolitana de Instituciones Públicas de Educación Media Superior (COMIPEMS), o bien, que más de la mitad de los admitidos a licenciatura gozaron del privilegio del pase reglamentado sin participar en procesos de selección abierta. Señala también en su informe que el problema de la brecha oferta-demanda persiste, al describir que se observa más del 50% de la demanda de ingreso concentrada en nueve carreras, de las cuales Medicina es la única que no se consideraría como ciencia social. Sin embargo, en todo el informe no se encuentra una sola mención a las palabras “corrupción”, “ineficiencia” o “ausentismo”.

Si bien puede argumentarse que una comparación de dos documentos con objetos radicalmente distintos puede ser injusta (además de que nadie que ostenta un cargo público en nuestro país se autoflagela en la presentación de sus informes anuales), es de resaltar sin embargo uno de los problemas principales que probablemente afectan a la UNAM y a muchas de nuestras instituciones de educación superior: la falta de autocrítica y la concepción de la rendición de cuentas como una rutina de distribución de información seleccionada.

Monitorear el desempeño de instituciones de educación superior en México es un proceso necesario, no solamente por la cantidad de recursos públicos que se les destina (solamente la UNAM concentra cerca de 4,000 investigadores integrantes del Sistema Nacional de Investigadores y recibió el 54.2% del Gasto Federal en Ciencia y Tecnología e Innovación destinado al sector de educación pública (CONACyT, 2014)), sino por el rol que cumplen en la generación de opciones de formación de acceso público y de conocimiento útil, y por supuesto como instituciones destinadas a promover una mayor movilidad social. En un entorno de gran competencia, en el que incluso algunos autores predicen el desplazamiento de las universidades tradicionales como las principales fuentes de conocimiento en las ciencias sociales, adquiere mayor relevancia comprender las ventajas y limitaciones que tienen las distintas instituciones de educación superior de nuestro país.

En lo particular la UNAM, como referencia obligada para la creación y transformación de universidades públicas estatales, como el principal referente en el extranjero de la educación superior mexicana y, sobre todo, como un símbolo que ha capturado por décadas las aspiraciones nacionales en cuanto a desarrollo científico, tecnológico y de formación de recursos humanos, debería, a casi 30 años de un ejercicio crítico trunco, revisar si las expectativas y el lugar que tradicionalmente se le asigna como estandarte de la educación superior pública en el país corresponden con su estructura, objetivos, capacidades, logros y orientaciones actuales.

La próxima designación de rector o rectora de la UNAM sin duda abre una oportunidad para discutir si, tras casi 30 años de ser publicado, el único cambio que requeriría una reedición del documento “Fortaleza y debilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México” sería la fecha de publicación, o bien si sería posible reportar que las “debilidades más importantes” de la UNAM han sido resueltas. De ser la segunda situación, sin duda resultaría en una gran incertidumbre para el Rip Van Winkle local, aunque sería un motivo de festejo para la comunidad universitaria.

 

Investigador del CIDE

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