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Volvió la terca esperanza

Pasa cada año. Las jacarandas tomaron la decisión y han estallado con ese color tan suyo en la ciudad. Florecen, rompen el gris y se asocian con el verde de otros árboles. Son un signo, para quien sabe ver, de la contundente fuerza de la vida a pesar de todo. Al mismo tiempo, cientos de miles de jóvenes se registraron, han contestado, o están por responder un examen para tratar de seguir sus estudios en la prepa o la universidad. Muchos ya conocen el resultado.

En confluencia con la luz de las jacarandas —y de otros árboles en distintos lados del país— esos muchachos y chavalas que se preparan para la prueba, los que, quizás, en la pregunta 42 y faltando 3 minutos para que termine el tiempo, deciden marcar una opción, cualquiera, ya sea empleando el popular de tin-marín (o algo semejante que contribuya a atinar cuál es la opción correcta) reiteran la esperanza social en la educación.

Es la mejor herencia, dicen sus padres, y se esfuerzan por hacer posible y merecer ese legado. Son color, jacaranda simbólica que se cuela entre el cemento gris, agrietado, de un país deshecho por la violencia, la corrupción, el socavón cada vez más ancho y hondo de la impunidad, el cinismo de los que mandan, la soberbia con la que mienten, dicen que saben lo que ignoran, y pactan lo indecible para conservar el poder y, con él, la inmunda inmunidad de la que gozan. Desde el prescolar hasta el posgrado acabalan 37 millones de compatriotas en números redondos: 31% de la población total del país anda en la escuela.

Pura esperanza en la decencia, en medio de la decadencia ética de quienes han ngido gobernar durante décadas. La palabra más común en estos días es: ojalá. Y es preciosa y precisa, sin tener que referir a ninguna divinidad. Es una expresión que, incluso mal acentuada en el bien decir popular, ójala, sabe y tiene el color de quien anda buscando mejor futuro. Ojalá que haya quedado. Ojalá haya pasado. Ójala.

Ojalá esa muchacha que, a pesar de los 108 (de 120) aciertos en el examen de la UNAM, no entró a medicina, sepa que no reprobó: es una nota muy alta. El que reprobó es un sistema educativo avaro en lugares para estudiar, pero presto y manirroto en culpar a la víctima: tronaste, tienes que estudiar más, no la hiciste a pesar de darte la oportunidad. Malagradecido.

Ojalá, cuando se vayan los que están en el poder, podamos impulsar que haya más lugares, y no sólo pupitres, sino espacios para aprender: abiertos, exigentes, apasionantes. Y un montón de teatros y bibliotecas y balones. Ojalá sepamos exigir, y lograr, una reforma educativa digna de llevar ese nombre, pues la actual, así denominada, se ha arrastrado hasta la saciedad en comerciales vacuos, se ha saciado en “someter” a pésimos exámenes —no evaluar — a miles de maestras y profesores con fines laborales, y presume, sin pudor, que cuenta con un Nuevo modelo educativo, ya no basado en la memoria, sino en lo más actual: aprender a aprender.

Vaya novedad. Ojalá recuperemos la memoria, y acompañemos al profesor Roberto Rodríguez a la biblioteca para hallar que: “El título de maestro no debe darse sino al que sabe enseñar, esto es al que enseña a aprender; no al que manda aprender o indica lo que se ha de aprender, ni al que aconseja que se aprenda.

El maestro que sabe dar las primeras instrucciones, sigue enseñando virtualmente todo lo que se aprende después, porque enseñó a aprender”. Estas palabras las escribió Simón Rodríguez, maestro de Simón Bolívar, quien vivió de 1769 a 1854.

Ojalá, ójala de veras, un día estudiar valga más que robar dinero público, ya no sea mejor tener conocidos que conocimientos y haya más jacarandas, y nuevas universidades, que muertos y fosas en nuestra tierra. Para que sea así, es cosa de entrarle y no callar. Alzar la voz: tomar la palabra arrebatada

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