Pienso, luego insisto: la Constitución, en el artículo 3, luego de armar que la educación es un derecho, establece que el Estado “impartirá y garantizará la educación inicial, preescolar, primaria, secundaria, media superior y superior”. Además, señala que la impartida por éste, además de obligatoria, “será universal, inclusiva, pública, gratuita y laica”.
En ambos fragmentos se usa el verbo impartir para indicar los niveles educativos en que este derecho es tal y, segundo, al establecer sus características. Una de ellas —gratuita— no se lleva de manera cabal, por lo que para millones de mexicanos que asisten a las escuelas públicas, el derecho estipulado no es un hecho. Esto sucede en la práctica y, en el colmo de la incoherencia, también en la Ley Reglamentaria más importante del tercero, la Ley General de Educación.
En la versión vigente (Artículo 6) como en la iniciativa que se dio a conocer por parte de la administración actual (Fracción IV del Artículo 7). Entre la Ley y la propuesta de cambio en curso, no hay diferencia más que en el orden de la presentación de las mismas disposiciones. Si atendemos a la segunda, luego de reiterar que la educación pública ha de ser gratuita (por ser un servicio público garantizado por el Estado), prosigue:
a) “Se prohíbe el pago de cualquier contraprestación que impida o condicione la prestación del servicio…”
b) “No se podrá condicionar la inscripción, acceso a los planteles, aplicación de exámenes, entrega de documentación al pago de contraprestación alguna, ni afectar la igualdad de trato a los educandos” y,
c) “Las donaciones o aportaciones voluntarias destinadas a dicha educación en ningún caso se entenderán como contraprestación del servicio educativo. Las autoridades educativas definirán los mecanismos para “la regulación, destino, aplicación, transparencia y vigilancia de las donaciones o cuotas voluntarias”.
De nuevo, escribo y persisto como hace años: la gratuidad no admite grados. Es o no es. Si se tiene que dar “voluntariamente” un peso, se desliza de gratuita a barata. En otras palabras: la educación que imparta el Estado puede, o no, ser gratuita.
En caso de no serlo, las autoridades, por ley, definen cómo se administran los recursos que aportan los ciudadanos. Con inusitada frecuencia se solicita a los padres de familia que cooperen, en pecuniario o en especie, porque lo que el Estado destina no alcanza. Hay escuelas que emiten formatos para pagar en bancos las cuotas “voluntarias” de inscripción, y no son pocas.
Contribución para el desayuno, o dos cubetas de agua cada día para poder entrar: los baños no tienen ese servicio, cuando, en su caso, hay baños. Pintar los salones, incluido el costo de la pintura por supuesto.
Llevar una silla o un banco, y la coperacha para el pizarrón. Cuanto más pobre es la comunidad, más cara —en proporción a sus ingresos— es la educación pública dizque gratuita. Si se trata de un derecho, y la gratuidad no admite grados, es menester prohibir todo tipo de cuotas, eliminar estos vericuetos torcidos en la Ley, y aportar a las escuelas lo que requieren para ser dignos espacios en el ejercicio de una garantía constitucional incontrovertible.
Es curioso: las autoridades prometen conseguir un fondo especial para cumplir con la gratuidad en la educación superior al final del sexenio. ¿No convendría contar, también, con el equivalente para la educación básica y la media superior?
Es cierto, son miles de millones, y no abundan. Ya es hora que haya un gobierno que donde la constitución establece un derecho, ponga los recursos para que sea realidad en serio.
Sería una transformación, con o sin número.