Jordi Abellán Fernández
Escuela normal ‘Yermo y Parres’
El Observatorio del Derecho a la Educación y la Justicia (ODEJ) es una plataforma para el pronunciamiento público, impulsado por el Campo Estratégico en Modelos y Políticas Educativas del Sistema Universitario Jesuita (SUJ). Su propósito consiste en la construcción de un espacio de análisis informado y de posicionamiento crítico de las políticas y las reformas educativas en México y América Latina, arraigado en la realidad social acerca de las injusticias del sistema educativo, y recupera temas coyunturales y estructurales con relación a la agenda educativa vigente.
Este texto examina la relación entre la educación y la seguridad pública, con el propósito de ponderar la importancia de la formación de los niños y jóvenes y, con ello, el papel de la escuela en un contexto de violencia como el que vive México. Su relevancia reside en la necesidad de dirigir la mirada hacia el futuro y la construcción de sociedades más justas y pacíficas. Este cambio de paradigma aún no se ha producido en México y se inserta en un contexto de violencia armada y desintegración del tejido social que demuestra la incapacidad del Estado para garantizar el respeto a los derechos humanos. Debido a la complejidad del tema, el texto se dividirá en tres entregas. En la primera, se hace una primera aproximación al tema a manera de introducción. En la segunda, se analizan los datos generados por instituciones gubernamentales y no gubernamentales que refrendan uno de los doce indicadores a los que recurre el centro de estudios Fund for Peace para elaborar el Índice de Estados Fallidos. La tercera revisará el currículo actual en materia de educación para la paz y expondrá una propuesta que implica responder, desde la educación escolar, a uno de los problemas más acuciantes que afronta el país.
Las reformas y el proceso de diseño curricular implican seleccionar y definir un conjunto de principios (Coll, 1994) que concretan las preferencias de una administración educativa y “la visión de la sociedad sobre sí misma (real, como deseada o imaginada), que se procura transmitir a la nueva generación, y por tanto acerca de tal vida en común y sus nociones y valores constitutivos” (Cox, Bascopé, Castillo, Miranda y Bonhomme, 2014, p. 8). Por consiguiente, como actividad dirigida a la consecución de determinados fines, la educación se relaciona con un proyecto de individuo y sociedad, se asienta en el concepto de progreso y en la confianza de que se puede influir en la formación de las personas.
Aunque parezca contradictorio, la educación escolar casi siempre se solapa en intereses políticos y económicos que pocas veces coinciden con las necesidades sociales más apremiantes. La Conferencia de Jomtiem, en 1990, auspiciada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), marcó el punto de inflexión en las políticas educativas a nivel global (Miranda, 2016). Desde los años setenta y, especialmente, a partir de la década de los noventa, la mundialización de los intercambios económicos y del mercado laboral, así como la omnipresencia de una serie de instituciones (el Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo o la Comisión Económica para América Latina) han tutelado el diseño de la educación obligatoria en México (Castro, 2017) y América Latina. Esta tendencia modernizadora y cooperativa (Ordoñez y Rodríguez, 2018) encaja con una apuesta uniforme por la eficiencia técnica y los resultados de aprendizaje, a la que Stenhouse (1984, p. 107) califica como interés “en el sentido del valor de inversión”, y coloca en segundo término los fundamentos éticos y sociales.
El compromiso del sistema educativo mexicano con las exigencias del exterior incide directamente en la posibilidad de que las finalidades se sujeten a la realidad social donde se encuadran, y por eso parece difícil que adquieran suficiente validez, consenso y legitimidad (Abellán, 2016). Desde esta concepción, en México, un país incapaz de velar por los derechos ciudadanos, la selección de las finalidades no depende de los problemas políticos, económicos, ambientales, culturales o de seguridad pública. Conseguir que los fines de la educación dejen de ser enunciados normativos con un origen y un destino inciertos significa asegurar la intervención de todos los sectores sociales.
El objetivo de plantear la pregunta de si México es o no un Estado fallido pretende centrar la atención en un problema que cada vez adopta más rasgos de normalidad, entendida como “un proceso de resignación, de cotidianidad, de acostumbramiento” (Hernández, 2013, p. 15), pero, sustancialmente, se hace con vistas a proponer respuestas desde el campo de la educación.
¿Cómo explicamos que después de más de 250 000 víctimas de homicidios y más de 33 000 personas desaparecidas no veamos marchas masivas en las calles, confrontaciones con políticos, políticas serias de prevención y contención? Creo que es fácil: las víctimas no son como tú. Mueren las y los prescindibles. No importaron en vida, ¿por qué importarían en la muerte?
… Entre 2007 y 2016, murieron asesinadas un total de 133 560 personas entre 12 y 40 años de edad. De ellas, 114 700 tenían una escolaridad menor a la esperada dado su rango de edad. Sí, 86 de cada 100 asesinados. Por ejemplo, los niños sin primaria eran 33% del total de niños entre 12 y 17 años, pero 71% de las víctimas de homicidio en ese grupo de edad. Mientras que los jóvenes sin secundaria eran 46% del total de jóvenes entre 18 y 25 años, pero 83% de sus víctimas de homicidio (Merino, 20 de marzo 2018).
El debate acerca del quiebre institucional del Estado mexicano es una cuestión semántica a la que rebasa la fuerza de los hechos. Aparte de la falta de consenso en la ciencia política y el derecho internacional, el concepto de Estado fallido reúne a los países que se caracterizan por su inestabilidad interna y la ruptura de la ley y el orden a causa de la carencia de un “aparato estatal lo suficientemente fuerte como para adoptar las medidas necesarias para hacer frente a esta actividad delictiva, ni para garantizar el respeto de los derechos y el cumplimiento de las obligaciones que le corresponden como Estado” (López, 2010, p. 164).
En el siguiente comunicado presentaremos una recopilación de datos generados por instituciones gubernamentales y no gubernamentales que refrendan uno de los doce indicadores a los que recurre el centro de estudios Fund for Peace (2019) para elaborar el Índice de Estados Fallidos.
Ante este panorama, cabe preguntarse, ¿a dónde nos puede llevar un cambio de base en los objetivos del currículo? ¿Es posible impulsar un cambio desde abajo y, de ser así, desde dónde y por qué medios?